Lo peor que pueda pasarle nunca a un remitente es una carta cuyo destino final ignora. Pero siempre hay en la vida algo peor que lo peor, como no sea que se trate de un drama amoroso donde uno de los amantes mate a los dos restantes y luego se suicide. Y peor aún que lo peor es que el destinatario se merezca la carta una vez y muchas más, así no la conteste nunca: “No me lo tomes en cuenta. Por favor no dejes de escribirme. Tú bien sabes que soy un ágrafo sin remisión”, se oía del otro lado del reproche agrio la voz engolada y afectiva del mejor compañero y amigo del mundo.

En el verano de 1977, cuando Marta y yo estuvimos a visitarlo en el acomodadizo Madrid de la transición, ya era él con creces el anfitrión espléndido de los dominicanos en suelo europeo. Era todavía el Madrid brujo de Adolfo Suárez en el que los dos soldados en uniformes de fatiga que con nosotros compartieron el vagón de RENFE de Barcelona a Madrid llevaban un pie en La Falange y otro en el mundo para ellos difuso e impreciso que apuntaba ya hacia Los Pactos de La Moncloa.

En casa de Lola y de Juan Francisco nos sentábamos a la mesa con el luchador popular Juan B. Mejía, pasado ya por desventura nuestra a peor vida; y con Juan Alonzo, que para entonces cursaba en la hoy desaparecida URSS su carrera de ingeniero para ser pionero de la útil cibernética que en una época tan temprana de su modernidad ya le pisaba a Alonzo los talones. Juan Alonzo por fortuna vive, y qué importante porque además de bueno significa que nunca se cayó por fin el avión que lo transportó del Madrid tornadizo de aquel verano boreal a la agitada Lisboa de escarapelas verdirrojas de la Revolución de los Claveles contra el Estado Novo: “Coño, qué humor tienes tú, salirme con esa vaina a la hora de abordar el maldito avión”, me recriminó Alonzo en el aeropuerto de Barajas ante la broma de que el único problema de esos aviones era que se caían a menudo, y con la cual reafirmaba yo la certeza de que la palabra fuego no incendiaba la casa.

Juan Francisco Santamaría

—Pero Juan Alonzo, tú vienes de la URSS: yo pensé que los rudimentos obligatorios de materialismo histórico del aula preparatoria habían dado al traste con tus supersticiones caribes.    

Juan Francisco, con su acogedor apartamentito de Madrid lleno de bote a bote a la hora de dormir, nos había encontrado albergue y desayuno en una de sus pensiones de cuando había sido él recién llegado a la ciudad. La pensión quedaba en la calle de Andrés Mellado. La pensionera se llamaba Carmen. Tenía por cierto el humor del demonio contra el cual nos había prevenido el propio Juan Francisco: “Pero tiene un gran corazón, y la conozco bien”. Lo del gran corazón se lo había tomado Juan Alonzo tan a pecho que cuando un golpe imprevisto contra el entrepaño de la alacena culinaria le amorató a Carmen un seno, quería Alonzo de jure Dios ponerle sobre lo morado el índice de su diestra: “Por qué no le tocas a la rusa que en Moscú dejaste, gilipollas”, rezongaba ella con el mismo humor del demonio de mujer de 40 sin novio.    

El año siguiente llegarían a Londres, referidos a nosotros por Juan Santamaría, los compañeros Mario Castillo y Ricardo Bobea, inventores lúcidos que ya habían sido en París del locoviejímetro: “Cuando llegaba otro dominicano a París, éramos Mario y yo los encargados de ponerle el locoviejímetro antes de incorporarlos a nuestro grupo. El que rompió del medidor la culebrilla había dejado atrás en suelo dominicano a doce novias, y su padre era el dueño legítimo de medio país”, afirmaba Ricardo: “Por loco viejo no volvimos a ocuparnos de él”, aseveró.

Mario Castillo, un excelente compañero que se radicó en Austria, que procreó con su compañera austríaca descendencia y que estableció en Viena un negocio de comida, había de morir de un infarto al miocardio para  la misma época de Juan Francisco. De Ricardo Bobea hemos recibido noticias esporádicas, pero lo cierto es que no sabemos dónde vive en la actualidad. Con él, con Mario y con Marta organizamos aquel año el primer círculo de estudios del PLD en Inglaterra. Distribuíamos desde Londres Vanguardia del Pueblo a las direcciones europeas que nos asignaba el propio Juan Francisco. Entre los destinatarios en la ya desaparecida URSS estaba mi compueblano y amigo fallecido a destiempo Felze Calcaño, así como el hoy publicista de renombre Leonardo Aguilera.

A un lado nuestros pininos en la UASD, Juan Francisco, Pedrito Sánchez y yo habíamos alcanzado sin duda nuestra mayor gloria partidista al tratar junto a otros compañeros de bajar de los frentes de la Casa Nacional del viejo PRD el letrero que con tal partido la identificaba. Poco después presenciamos atónitos la acalorada discusión que justo en la esquina de la Cervantes con Independencia sostuvieran el compañero Tony Peña y el profesor Pablo Rafael Casimiro Castro. A poco nos hablaría desde el balcón del limoncillo el querido compañero Manny Espinal.     

Ya emigrado a España para la época de referencia, Juan Francisco haría durante más de dos decenios vida en el Madrid adoptado por su Lola provinciana. Con ella procrearía y levantaría a las luces de sus ojos con los nombres invertidos de Andrea y Aurora. Su mujer y sus dos hijas pagarían por siempre el altísimo precio de ser cónyuge y descendientes de un hombre que había ya contraído con la humanidad entera matrimonio indisoluble.

Venido de niño a Santo Domingo desde su natal San Cristóbal, ya adolescente ingresaría en la UASD de los decenios séptimo finales y octavo principios del pasado siglo XX, encontró en la universidad pública y en la prédica revolucionaria, precisa y cautivante de Juan Bosch, el detonante que necesitaba su humanidad insobornable y su genio abrasador. Llevó consigo a la vieja Europa la semilla boschista. La plantó de su propia mano campesina, y la cuidó desde todos los podios que iluminó su voz de barítono que alcanzó siempre las últimas gradaciones del pentagrama histórico y socio-político dominicano.

Nunca pisó el maestro eximio tierra europea que Juan Francisco no estuviera a recibirlo: “Cuando la reunión en Catania del Tribunal Russell, enviaron al hotel a un brigadier italiano dizque a revisar la habitación de Juan Bosch”, nos contaría luego en RD Santamaría, “ni revisó la habitación ni quedó con ganas de volver”.      

Ya para mediados de los ochenta era Juan Francisco quien había de visitarnos a nosotros en la calle Hillside en el Alto Manhattan. En su primer autobús público desde casa hasta el local del PLD en la avenida Broadway con la calle 145, una buena señora del pueblo lo reconoció en el asiento contiguo: “¿No es usted Juan Francisco Santamaría?”

—Eso me recuerda mi mujer cada mañana, abrumada por el alquiler y los demás recibos.

—¿Y usted todavía es boschista? —lo interroga de nuevo la exestudiante de la universidad pública de los tiempos en que fuera Juan secretario general de la Federación de Estudiantes Dominicanos.

—¿Y a usted qué le gustaría que fuera yo de no ser boschista?

La precisión de relojería suiza de su palabra compasiva se enraizaba en su hiperestesia por las ciencias sociales y por las bellas artes. Las Sagradas Letras del cristianismo consagran como logros punto menos que inalcanzables el de ser rico y no enorgullecerse, así como el de ser pobre y no resentirse. Al escribir esta breve semblanza sobre Juan Francisco Santamaría le hago saber a los sabios hagiógrafos del reino del otro mundo que ese hijo modesto de San Cristóbal supo ser pobre sin resentirse jamás. Si bien es cierto que pez en su agua era en los barrios populares, debe decirse además que interactuaba con ricos y pobres al socaire de su vasta riqueza espiritual.

Capaz de haber memorizado sin grande esfuerzo en el Bajo Yuna francomacorisano el rostro humilde de Enjaguadura o el parigual rostro de Rabandola, memorizaba de igual modo en Madrid el nombre de pila de Fulanito Cimadevilla y Bracamonte. Lo mismo reparaba en el desharrapado de las botellas vacías de la esquina, que en el próspero industrial, pero era imposible que en relación con éste o con aquél tomara decisión alguna que no se enraizara en su prístino sentido de la justicia social.

El presidente Leonel Fernández, que al principio de su primer gobierno lo designó cónsul en Madrid, lo quiso a poco andar a su propio lado; y volvió a quererlo nueva vez cuando regresó a Palacio.

Y qué hacía Juan Francisco Santamaría en una estrecha oficina palaciega al alcance de todo el que necesitara verlo. La pregunta es retórica, pero aquellos que necesitaron su ayuda conocen de memoria la respuesta: era el de Juan Francisco Santamaría el rostro humano de los humildes que no alcanzaban a ver a un presidente carente del don de la ubicuidad. Pero era mucho más que el filántropo desvelado sin ambición de Cielo. Era la tea luminosa y votiva del boschismo a viva voz. Era el eco contestatario de los que postulan irredentos que boschistas quedan pocos: con uno solo que quedara, habría boschismo para rato, y para bien.   

A principios del año 2000 me tocaría asistir junto a Juan Francisco Santamaría a la reunión que en Georgetown University celebrara el Diálogo Euro-americano. La delegación del PRD estaba integrada entre otros por su candidato presidencial Hipólito Mejía, por Hatuey Decamps, por Hugo Telentino Dipp y por el ex vicealmirante Ramón Emilio Jiménez. Por el PLD nosotros dos. Pero Juan Francisco se desenvolvía con holgura entre la delegación española, que también como la del PRD era numerosa, y que encabezaba el expresidente Felipe González. A la mañana del primer día ocupamos asientos próximos al de la hoy exministra española Trinidad Jiménez. Los dos decenios de vivencias políticas de Juan Francisco en Madrid lo convertían en el acompañante ideal para cualquier peledeísta. Como el cura del crucifijo tallado en madera, Juan Francisco los conocía a todos desde que eran naranjo. En un momento en que le señalara yo la brecha entre las actitudes y el discurso de un deponente, Juan me retrucó de un modo tan sencillo y tan sincero que me ha convocado desde entonces a largas meditaciones: “La gente, compañero Ángel, asume poses en función del podio que ocupe”.

Se creía Juan Francisco ágrafo como su maestro Sócrates, cuya figura señera veía repetida Juan Bosch en el sudor y en el silencio del habitante rural de nuestro país: “Veo a Sócrates en cada campesino dominicano”, llegó a decir el fundador y líder histórico del PLD. Juan Francisco se volvía con tanta pasión y locuacidad contra las trampas dialécticas de los sofistas, que dejaba en el oyente la agradable sensación de que había sido el vendedor de naranjas de la esquina quien le había puesto en aviso sobre la inutilidad del formulismo sofístico que pretendía enseñar la virtud y la hombría de bien: “¿Cómo coño carajo con sólo hablar bonito, desde los vericuetos sin términos del discurso retórico, puede ningún hombre enseñar a otro a ser virtuoso?”

Dato Pagán en el Colegio Universitario de la UASD, y poco después en la Facultad de Humanidades Juan Isidro Jimenes-Grullón, me habían puesto en ascuas sobre las preindicadas trampas de la dialéctica; pero mis largas conversaciones aquel verano madrileño con Juan Francisco Santamaría me hicieron perder la sabiduría que consistía en lo mucho que ignoraba. Regresé a Londres aturdido por mi indefensión filosófica, y a un tiempo mismo incapaz por razones literarias de someterme a la rigurosidad de los clásicos de la filosofía. Por años, las aspirinas que por cuenta de la Sanidad inglesa me suministraba en Earls Court el ceilandés Dr. Nadah dieron cuenta de mis interminables jaquecas: “Relájese pues”, me aconsejaba el galeno surasiático.

—Mira lo que me recomienda este buen hombre —le comentaba yo a Marta al regresar al flat que en Warwick Road ocupábamos. El casero, por cierto, era connacional del médico. Aquél iba por el nombre de Surrendah Ponusammy.

Hoy me llevo muchísimo mejor con mi indigencia filosófica. Por lo menos, tengo amigos que saben de qué va la cosa en filosofía, y a ellos los retribuyo de cuando en cuando con un párrafo literario sin pretensión alguna. En aquella época me quebraba la culpa de desobedecer al precursor más eximio de nuestra independencia patria cuando desde la cima de su genio previsor había señalado a la política como la ciencia más digna de ocupar la mente de los hombres, después de la filosofía.   

Cuando nosotros llegamos al Madrid transitorio del año ‘77, Juan Francisco estudiaba ingeniería electromecánica y japonés. Era el apogeo veinteañero de sus mejores sueños de constructor, pero ya el sociólogo filosófico que llevaba consigo hacía con él y con su destino las cuentas de la vieja. No resultaba complicado ver en él al cientista social con peplo filosófico: “No te imagino electromecánico ni parlante de la lengua nipona”, aventuramos. Ya luego, cuando se matriculó por fin en la carrera de sociología obtuvo en la facultad tal nombradía que su proverbial modestia no soportaba las altas calificaciones: “Lo que sucede es que les hace gracia que yo hable su idioma con fluidez: todas mis notas están alteradas en sentido positivo”, argumentaba.

Lector voraz de filosofía, cogía Juan Francisco con pinzas de Anaxágoras hacia atrás a todo el tigueraje griego de los sofistas anteriores a Sócrates. La insaciable sed de conocimientos de Juan Francisco parecía escaldada por un resabio filosófico de Unamuno: “Mientras menos se lee, más daño hace lo poco que se lee”.

—Hay que leer. Tenemos que formarnos. El carajal que nos adversa está mejor documentado que nosotros —entreveía, con razón o sin ella.

Juan Francisco iluminó en Europa el camino de toda conciencia crítica que a su lado llegara. Rechazaba las martingalas teóricas de la progresía recién repatriada luego del largo exilio antifranquista con la misma sinceridad fiera con que enfrentaba a la carcunda requeté de la Falange cavernaria: “Esta es una España del mismísimo carajo”, rezongaba en busca del imprescindible equilibrio ideológico, “tú te encuentras en los pasillos universitarios con una juventud irreverente que jura por los cojones de Cristo, y que se caga en la madre de Dios; pero que a un tiempo mismo se pelea por el último grito de las pasarelas de Milán”.

Eso lo hizo Juan Bosch. Al maestro eximio se lo debemos. Sin Juan Bosch no habría habido Juan Santamaría. No es cierto lo que ya postulan algunos acerca de que tanto el maestro como el alumno se pasaron de buenos. Falso. Ningún hombre es tan bueno que la humanidad no se lo merezca. Admitirlo sería incurrir en una contradicción dialéctica equivalente a creer que los elementos de la naturaleza podrían combinarse alguna vez para ofrecernos un día tan hermoso que no fuera terrenal. No importa cuán bueno sea el hombre ni cuán hermoso sea el día. El género humano y el planeta Tierra lo contienen porque en ningún caso el contenido le queda grande al continente.

Juan Francisco Santamaría de la Cruz, cuya coincidencia onomástica le sugeriría al lector muchísimo más que pueda hacerlo nunca la simple noción de azar, cuya fecha de nacimiento encajaba en todos los siglos, y cuyo lar nativo era el planeta Tierra, anduvo siempre de la mano de los imperecederos principios que enarboló: “Cuando hablo de la obra de Juan Bosch me refiero a toda, sin exclusión; sin diferenciar lo que es obra literaria o periodística o histórica o política o sociológica, porque toda ella  contiene teorizaciones operacionales relevantes para el estudio dinámico de la sociedad dominicana”. Como una totalidad monolítica vio siempre la inconmensurable obra del maestro egregio, y nunca encontró en ella huecos que enrumbaran su pensamiento por los predios tenebrosos de la disensión con su propia cuna. Nunca cantó la palinodia de los principios  ni de las enseñanzas boschistas a cuya sombra se había formado.

Cuando al término de su gravedad acudieron los compañeros a su vivienda distante varios kilómetros del Palacio Presidencial  donde trabajaba, encontraron en pilas paralelas sus libros y sus deudas: “Piense el sabio, y enriquézcase el necio”.