Nuestro profesor de derecho, en la Facultad de Humanidades, doctor Richiez Acevedo, solía reducir las discusiones sobre la problemática nacional con una frase lapidaria: “arreglemos la justicia y se arreglará todo”. La frase viene a propósito por la ligereza con que aquí se festina la presunción de inocencia, un principio jurídico penal que establece como regla la inocencia de una persona, sin importar la naturaleza o gravedad de los cargos que se le imputen.
Nuestra Constitución y las constituciones de prácticamente todos los países regidos por sistemas o gobiernos democráticos, establecen que solamente a través de un proceso o juicio en el que se demuestre la culpabilidad de un acusado, podría ser objeto de sanción penal por el Estado.
La presunción de inocencia es una garantía consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en otros tratados internacionales sobre el tema, como la Convención Americana, de la cual nuestro país es signatario, y la Convención Europea. Ese es un principio fundamental que se trata a puntapiés en la práctica judicial dominicana, en que prevalece en cambio la presunción de culpabilidad; un principio, el de la presunción, que los medios de comunicación muchas veces pasan por alto en la reseña de los expedientes judiciales.
Por esa causa, de hecho, los acusados quedan ante la opinión pública condenados en primaria instancia mucho antes de que los tribunales dicten su decisión. Mientras ignoremos la validez de ese principio fundamental, ningún ciudadano estará libre de una condena moral a perpetuidad, a despecho de que no exista en nuestra legislación la condena a cadena perpetua.
En consonancia con los compromisos que el Estado ha asumido con la firma y ratificación de los tratados sobre el tema, la prisión como medida de coerción debería ser la excepción en nuestro estamento jurídico y no la regla, como parece ser.