A partir de la reforma constitucional de 2010 se reconoce expresamente el principio de supremacía constitucional y su valor como norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico. En efecto, conforme el artículo 6 de la Constitución, "todas las personas y los órganos que ejercen potestades públicas están sujetos a la Constitución, norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico del Estado". De este artículo se desprende claramente que los preceptos constitucionales tienen una jerarquización superior y de aplicación preferente en el sistema jurídico, de modo que la validez de todas las reglas jurídicas, independientemente de su naturaleza, ya sea pública o privada, interna o internacional, se encuentra sometida a la observación del orden constitucional. Es por esto que "son nulos de pleno derecho toda ley, decreto, resolución, reglamento o acto contrario a la Constitución".

En otras palabras, la Constitución es la norma superior autorizante de todas las normas inferiores, actos y actuaciones realizadas por los particulares y los órganos públicos, de manera que su función esencial consiste en fundamental la validez de las normas generales. Para el Tribunal Constitucional, la supremacía constitucional "consagra el carácter de fuente primaria de la validez sobre todo el ordenamiento jurídico dominicano, cuyas normas infraconstitucionales deben ceñirse estrictamente a los valores, principios, reglas y derechos contenidos en la Carta Marga. Por tanto, las disposiciones contenidas en la Constitución, al igual que las normas que integran el bloque de constitucionalidad, -refiriéndose a los tratados, pactos y convenios sobre derechos fundamentales-, constituyen el parámetro de constitucionalidad de todas las normas, actos y actuaciones producidos y realizados por todas las personas, instituciones privadas y órganos de los poderes públicos" (TC/0150/13 del 12 de septiembre de 2013).

De lo anterior se infiere, en síntesis, que los preceptos constitucionales, tal y como señaló Kelsen, son el fundamento de validez de todas las normas de derecho que conforman el orden legal, por lo que carecería de validez y, en consecuencia, de eficacia jurídica cualquier norma que sea contraria a la Constitución. Ahora bien, es necesario señalar que la nulidad absoluta que se desprende del citado artículo 6 de la Constitución no opera de forma automática, sino que se requiere de una declaración formal de inconstitucionalidad. Esto se debe a que, por razones de seguridad jurídica, las normas legales gozan de una presunción de constitucionalidad, de modo que deben ser consideradas válidas y, por consiguiente, constitucionales en tanto no sean expulsadas del ordenamiento jurídica.

La presunción de legitimidad constitucional de las leyes es una herencia directa de los revolucionarios franceses, pues son éstos quienes reconocen la ley como la expresión de la voluntad general. Por tanto, siendo la ley el instrumento mediante el cual se expresa el pueblo estructurado en cuerpo político, debe presumirse que el legislador no actúa en detrimento de la norma constitucional. En palabras de Ignacio de Otto, "de que la ley sea expresión de la voluntad popular deriva la consecuencia de que opere en su favor una presunción de legitimidad constitucional, en virtud de la cual sólo procederá declarar su inconstitucionalidad cuando se haya producido una clara e inequívoca colisión con la norma constitucional" (Otto, 148).

En términos similares se expresa Manuel Aragón, al señalar que "el tribunal sólo debe declarar la inconstitucionalidad de la ley cuando su contradicción con la Constitución es clara. Cuando tal claridad no existe, hay que presumir la constitucionalidad del legislador. Y ello significa la aplicación de esa máxima esencial en la jurisdicción constitucional: in dubio pro legislatore, que no es sólo una exigencia de la técnica jurídica, sino también, y sobre todo, una consecuencia del principio democrático" (Aragón, 124).

Siendo esto así, es evidente que la presunción de constitucionalidad engloba tres obligaciones esenciales: Primero, el deber de todas las personas y órganos que ejercen potestades públicas de obedecer las disposiciones legales en tanto no sean expulsadas del ordenamiento jurídico. Segundo, la obligación del impugnante de demostrar que las disposiciones legales ciertamente contradicen los preceptos constitucionales. Es decir que la carga probatoria recae directamente sobre quien sostiene la inconstitucional de la norma, pues es éste el responsable de derrumbar la presunción de legitimidad constitucional. Y, tercero, el deber del juez constitucional de sólo invalidar aquellas leyes que sean manifiestamente inconstitucionales, en virtud del principio in dubio pro legislatore. Para Thaler, la violación a la Constitución debe ser "plain and clear" -(patente y clara)-, es decir, "so manifest as to leave no room for reasonable doubt" -(tan manifiesta que no deje espacio para la duda razonable)-, pues, siempre que exista una zona de penumbra o duda, el juez constitucional debe presumir la constitucionalidad de la norma impugnada (Thaler, 140).

Lo anterior, como bien señala Ferreras Comellas, se traduce en una doble exigencia: "(a) debe resultar evidente cuál es la norma contenida en la disposición legal que se enjuicia; y, (b) debe resultar evidente cuál es la norma contenida en la disposición constitucional que se utiliza para apreciar la validez de la ley" (Ferreras Comellas, 133). Ambos aspectos deben ser claramente demostrados por quien intenta derrumbar la presunción de legitimidad constitucional de las normas, ya que de lo contrario el juez constitucional estaría obligado a presumir la constitucionalidad del legislador en base a la máxima jurídica in dubio pro legislatore. Esto, sin duda alguna, es lo que justifica la declaratoria de inadmisibilidad de aquellas acciones directas que, si bien procuran un juicio abstracto de las disposiciones legales, son completamente ambiguas, inciertas y totalmente dudosas (TC/0157/15 del 3 de julio de 2015).