Estados Unidos es un imperio en el que el poder real lo ejercen y operativizan varias élites. La cuales, en correspondencia a su naturaleza en el marco de la lógica de acumulación de capital, tienen intereses contrapuestos. La élite tecnológica, cuyo epicentro se sitúa en Silicon Valley (Apple, Facebook, Google, Microsoft, HP, Amazon, Twitter, etc.) difiere en cuanto a intereses de las élites industrial y farmacéutica, por ejemplo. A su vez, la élite financiera de Wall Street tiene perspectivas distintas a las del sector agrícola. El gobierno federal en Washington es el mediador -centro de pactos y consensos- donde estas élites dirimen, mediante el impulso de la aprobación de leyes y decisiones judiciales, sus controversias de alcance interno y externo. Cabildeando en el Congreso y ante secretarías clave como las de Comercio, Tesoro, Estado, Pentágono y Reserva Federal estos grupos aseguran la continuidad o ampliación de sus privilegios estructurales. 

La élite militar, cuyas perspectivas son generalmente de largo plazo, es la instancia imperial que da sentido de cohesión a todos esos intereses en pugna. Los altos mandos militares, así como los think tank de geoestratégica militar, articulan sus análisis en escenarios de tiempos prolongados. En cómo pensar y gestionar un mundo en el que el poder militar estadounidense continúe dictando pautas e imponiendo agendas. Diferente, por ejemplo, del sector financiero cuya lógica de ganancia tiene plazos de acumulación inmediata, y de ésta, pasa a las de mediano plazo (ningún ejecutivo de Wall Street dedica tiempo a pensar cómo será el mundo dentro de 100 años puesto que tiene que generar ganancias a sus accionistas ahora). El sector tecnológico, de su lado, opera generando necesidades de consumo para el mundo actual, y sujetos que se significan a través de la posesión de aparatos y aplicaciones, lo cual implica pensar sobre todo en plazos de tiempo cortos y medianos debido a que la competencia tecnológica está en constante evolución. Las otras élites funcionan más o menos igual.   

Los militares son la principal fuerza y sostén de la maquinaria imperial estadounidense. Desde el Pentágono es que se timonea el imperio asegurando que intereses particulares encuentren espacios de actuación y entendimiento comunes. Sobre todo, en el terreno de la política exterior que es el instrumento mediante el que Estados Unidos impone, en un mundo cada vez más complejo, su presencia en todos los rincones del planeta. Los militares marcan hacia dónde ir a las otras élites mostrando que, en efecto, sin su perspectiva de fuerza dura y capacidad de disuasión, no dispondrían del control de mercados, términos de intercambio favorables, ventajas en la distribución de bienes y servicios y demás privilegios de los que gozan. Para Estados Unidos ser la matriz tecnológica, industrial, científica y financiera que es precisa de sus portaaviones, buques y marines actuando en operaciones tanto de aplicación del poder duro como de disuasión por todo el planeta. Lo cual se sustenta en la razón imperial de mover toda una multiplicidad de intereses hacia el mismo horizonte: la primacía mundial a partir de la unidad y estabilidad de los diferentes ejes que componen el imperio.    

Donald Trump, un billonario del sector de los bienes raíces de Nueva York, alcanzó, rompiendo todos los pronósticos, la presidencia del imperio. Hizo una campaña en apariencia torpe y emocional, que, sin embargo, estuvo orientada por mucha estrategia. La cual descansaba en tres factores: convencer, con la simbología del nacionalismo blanco-protestante-conservador, al votante blanco de clase media en los Estados industriales del centro y Estados más agrícolas del sur y medio oeste; erigirse el instrumento con que las clases medias empobrecidas castigarían las élites de Washington; y proyectarse como el sujeto antipolítico que, con su “exitosa” experiencia empresarial, encaminaría la economía hacia la creación de empleos. Con ello, pasó de ser un pintoresco bufón que nadie tomaba en serio, a derrotar a la poderosa Hillary Clinton, aupada por casi todos los grandes medios de comunicación hegemónicos, en una elección en la que, exceptuando la votación en la liberal California, le dio una paliza electoral a su contrincante. Prácticamente ganó todos los llamados swing states. Gracias a la mencionada estrategia logró debilitar, y desmontar en algunos Estados, la alianza demográfica y cultural (jóvenes, clases medias educadas urbanas, negros, latinos, asiáticos y minorías religiosas) que catapultó a Barack Obama a la presidencia en 2008.

Pero una cosa es hacer una estrategia eficaz para ganar una elección, y otra muy distinta, es gobernar. Más aun, dirigir un imperio constituido, como vimos, por intereses tan complejos y variados. Trump, un individuo además de despreciable muy inculto, pensó que aplicando la lógica de negocios podría, solo con eso, gobernar el imperio. Con el desastre de incompetencia, inestabilidad y promesas incumplidas que ha sido, hasta ahora, su presidencia, queda demostrado que cometió un grave error. La función estructural de las élites del imperio, en sus contextos internos, y sobre todo externos, Trump no la entiende. No entra en su lógica de negocios. De ahí que prácticamente no logre entenderse con ninguna de esas élites y haya quedado tan en solitario gobernando. Su política migratoria, por ejemplo, chocó con el sector tecnológico que abiertamente le desafió desde Silicon Valley. Esa industria se sirve, precisamente, de la apertura migratoria para captar los mejores talentos del mundo y colocarlos a diseñar e implementar innovaciones en sus empresas. De modo que no le conviene, para seguir siendo puntera mundialmente, que se apliquen leyes de fronteras cerradas ni expulsión de migrantes en virtud de nacionalidades y credos religiosos.   

La industria automovilística vio que las políticas anti-musulmanes de Trump atentaban contra sus intereses en países musulmanes en los que vende millones de unidades anualmente. Lo cual la coloca en desventaja frente a las fabricantes de vehículos asiáticas y europeas. El sector financiero también se le fue en contra a su política migratoria y sus decretos antiglobalización puesto que las finanzas estadounidenses operan, esencialmente, a partir de la plataforma de financiarización global montada desde los años 70. La única élite que, más o menos, y con mucha cautela, está del lado de Trump es la industrial ya que de alguna manera le beneficiarían las regulaciones y exenciones contra la deslocalización de empresas que prometió Trump.

Con todo, Donald Trump ha devenido un presidente débil, que gobierna en solitario rodeado de un equipo de colaboradores cercanos dividido en dos facciones: los radicales que insisten en gobernar de cara al votante blanco que les dio el triunfo (liderados por Steve Bannon), y los moderados de mayor experiencia en Washington que apuestan por la buena relación con las élites y grupos de interés mediante una política enfocada en el entendimiento (liderados por Reince Priebus). De ahí, la incompetencia que proyecta la presidencia Trump pues ni siquiera hay coherencia en su círculo más íntimo. Y el mismo Trump, cada noche, con sus tweets incendiarios, y muchas veces alocados, pone en jaque a sus colaboradores quienes al día siguiente se ven, arrinconados, ante la opinión pública tratando de explicar lo que el “presidente realmente quiso decir.”

Esta presidencia Trump, que sustenta sus decisiones en una primitiva visión de mundo, ha terminado empequeñeciendo Estados Unidos en la geopolítica de hoy. Esto es, ha socavado el esencial imaginario de superioridad moral norteamericano. Lo cual es clave para ejercer hegemonía puesto que es insostenible, e impráctico, mantener el poder solo mediante la fuerza dura. El imperio necesita convencer a sus dominados de que es moralmente superior: por su “libertad y democracia”, su “cultura avanzada” que el resto del mundo asume como referente, y su “humanismo” defendiendo las “causas de la libertad” contra su contrario representado por los “eje del mal”. Así, obtiene legitimidad simbólica para ejercer el poder duro: justificar guerras como “males necesarios” en la causa por la libertad, y que el resto del mundo asuma la narrativa de buenos y malos que usa Estados Unidos para sustentar sus políticas de sanciones y bloqueos contra los desafectos a su hegemonía (Rusia, Irán, Cuba, Venezuela, Corea del Norte, etc.). Esa superioridad moral con Trump se ha visto seriamente debilitada. Particularmente, cuando el presidente ha optado por atacar consensos globales como los del cambio climático, el tratado nuclear con Irán, la apertura con Cuba, los tratados de libre comercio y la legislación en favor de los colectivos LGBTT. Lo cual ha implicado dos cosas: que el mundo deje de ver a Estados Unidos como referente en temas de “derechos humanos” y “libertad”; y que con la salida de Estados Unidos de dichos consensos se produzcan vacíos que están ocupando otros poderes emergentes (sobre todo China y Rusia).

En América Latina, las políticas trogloditas de Trump han generado reacciones que impulsan el discurso antiimperialista de las izquierdas regionales. Lo que implica el fortalecimiento de estos grupos contrarios a los intereses imperiales en la zona. Con Obama, hombre muy inteligente y culto, las izquierdas latinoamericanas se vieron debilitadas, y acorraladas en muchos países, mediante la aplicación de una subrepticia política imperial de “buen vecino” en defensa de las “causas democráticas” y que llamaba a olvidar el pasado para “construir el futuro”. Lo cual dio impulso simbólico, y financiamiento, a las derechas latinoamericanas plegadas a los intereses imperialistas. Con Trump hay una reacción tan inmediata, contra sus medidas vulgarmente básicas, que se allana el camino al discurso progresista. Al final, los intereses del imperio en la región se ven socavados y surgen espacios que ya están siendo ocupados por otras potencias emergentes. 

Donald Trump ha hecho visible, y fortalecido, la espiral de decadencia estructural y cultural del imperio estadounidense. Un imperio que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, mediante los consensos de Breton Woods, diseñó un sistema de gobernanza mundial a su servicio. Sistema que, en buena medida, perdura hasta nuestros días con las estructuras creadas en aquella época que todavía funcionan. Sin embargo, se han ido fracturando esos consensos, tanto en lo político (el desgaste del sistema de representatividad como único modelo democrático posible) como en lo económico con las crisis del capitalismo y la austeridad a la que están sometidas, principalmente, las clases trabajadoras y jóvenes en los países centrales del sistema-mundo. Y, asimismo, aparecen actores geopolíticos que pugnan con fuerza simbólica y material por un mundo multipolar. Es el escenario mundial que le ha tocado manejar a Donald Trump, pero que, su inexperiencia e incultura, no le permiten comprender en su complejidad.

La élite militar, volvemos a ella, será la que de orden a lo que dure la administración Trump. Si el presidente no goza del apoyo de las grandes élites, ni de su propio partido que no le permite tan siquiera aprobar su propuesta de reforma de salud, será la élite militar la que mantenga al presidente mientras sea, interna y geopolíticamente, sostenible hacerlo. Trump llegó a la presidencia alabando a Putin, y con el aparente apoyo de la inteligencia rusa, pero desde el poder no ha podido acercare a Rusia. Contra su voluntad ha tenido que hacer de todo para debilitar la posición rusa en Siria, las disputas fronterizas y de seguridad en el Este de Europa, Corea del Norte, Irán y Medio Oriente. Esto porque la élite militar estadunidense, que es ideológicamente antirusa, le obligó a distanciarse de Putin y a adoptar la política imperial de contención del poder ruso. La misma élite que cohesiona los diversos intereses del imperio, y que, hasta donde considere, dejará que llegue este presidente errático, inculto e impulsivo. Cuyo mandato proyecta al mundo la imagen de Estados Unidos como un imperio irremediablemente en decadencia.