En sugerente artículo escrito en abril de 1966, expresaba el destacado escritor y poeta Don Héctor Inchàustegui Cabral en torno a “Over”, de Ramón Marrero Aristy, publicada en 1939, ya en pleno auge la satrapía trujillista, que la misma “…es novela de denuncia y novela de protesta. Describe el mal, lo llama por su nombre, lo desnuda arrancándole la ropa buena con que oculta su piel manchada y se le va encima, con palabras airadas de las que no se salva ni quien las dice”.
Más recientemente, en un interesante artículo titulado “Una carta, una novela: realidad y ficción”, publicado en su columna “Carpe Diem”, del periódico “El Día”, en fecha 21 de febrero del 2018, consignaba el destacado escritor y poeta José Mármol, la importancia, que para comprender a “Over”, su contexto y sus motivaciones, tiene una importante carta que el año anterior a la publicación de la misma, dirigiera Marrero en fecha 26 de diciembre de 1938, a su amigo Secundino Gil Morales.
En ella- como señala Mármol- Marrero expresa a su amigo las angustias y carencias, que tanto en lo personal como familiar, atormentaban su cuerpo y su espíritu: “ …yo estoy decidido a no progresar a la manera dominicana. No hare eso aunque me cueste lo que me cueste. Ya para ensuciarse de mierda es suficiente. Soy muy joven y no tengo intereses ni familia. Por comida y trapos no se puede vender la conciencia”.
Con sobrada razón sostiene Marmol, a la luz de la carta referida, la importancia de entender a Over en el contexto del angustioso itinerario existencial de su autor y la dureza del ambiente en que forjó su vocación creadora.
Con el propósito de enriquecer aún más tan bien sustentadas ponderaciones, nos disponemos a dar cuenta en el presente artículo de un escrito aún más temprano, de la autoría de Marrero, en el cual se pone de manifiesto esa especie de angustia vital; ese cerco fatídico de la miseria enervante, en que se abrió camino quien al paso del tiempo se convertiría en un referente de las letras nacionales.
Si esos inclementes latigazos de la miseria y la explotación que le hicieron tan sensible a cuantas manifestaciones del dolor- ¡y vaya fueron muchas!- aparecieron en su medio circundante, resulta menos que imposible entender la personalidad de Marrero lo mismo que su obra, toda ella signada- desde su germinal “Perfiles Agrestes”- por una singular sensibilidad hacia los excluidos, de los cuales el formó parte desde su primigenio contacto con el mundo.
El referido escrito fue publicado en fecha 9 de junio del año 1934, en la Revista Bahoruco (Año IV, No.198), de la cual Marrero fue temprano colaborador. Se titula “Las ocho palabras de un hombre”. Dada su importancia, se transcribe íntegro a continuación, seguro de que el mismo continuarà animando la búsqueda y la profundización de quienes se interesan o especializan en su vida y su obra, las cuales aguardan por un estudio sopesado y cabal.
LAS OCHO PALABRAS DE UN HOMBRE
“Yo me hallo ahora en la edad de los sentimientos buenos, y siento en el corazón esa llama ardiente de generosidad que aún no ha llegado a los treinta años.
El dolor de los hombres me conmueve hondamente. Me parece el más triste de todos los dolores. Puede haber algo, – pienso, – que pueda compararse con un día sin pan? No, seguramente no. Pero los ricos no lo piensan ni lo sienten; los viejos tampoco parecen sentirlo, y ello se debe a que hay mucha maldad en el corazón de los ricos y mucha indiferencia en el corazón de los viejos. Malditas cosas. Para qué llega el hombre a viejo y se le seca el corazón? Por qué permite el destino que se hagan ricos los hombres y lleguen a ser abominables, despóticos, opresores? No lo sé ciertamente. Pero parece ser que los unos se cansan de ser filántropos apenas lo han iniciado y los otros, a fuerza de no hallar piedad en ninguna parte, se repliegan en sí mismos en los últimos años de lucha y ponen un cerco a su vida haciéndola impenetrable e inútil para los demás.
Llegaré yo a ser igual? Parece inevitable…lo adivino desde hace algún tiempo. Yo también me replegaré rechazado por la vida en mí mismo y colocaré mi vida dentro del cerco de la indiferencia y lo veré todo cachazudamente, chupando una pipa o jugando distraídamente con un borde de mi americana y los que estén entonces en mi edad de ahora se preguntarán: para qué llega el hombre a viejo y se le seca el corazón?
Quizás he hablado mucho antes de decir lo que quiero decir. Hoy me he colocado delante de la máquina de escribir, – cosas del siglo, antes se tomaba la pluma, con la idea de narrar algo que anoche mismo, y por estar tan cerca, bulle en mi memoria y aún me agita el corazón.
Es una historia sencilla, o mejor dicho, no es historia, ni siquiera cuento, es una escena común, una sola escena, de un solo cuadro, de ocho palabras que pueden no decir nada, pero que dichas como las oí yo, cuentan toda una vida miserable, toda una existencia amarga.
Como yo las oí dicen todo el dolor, cuentan toda la historia lamentable del bagazo, que sale de las muelas del molino triturador del ingenio que trepida. Así como yo las oí la han oído pocos, y como yo las sentí, sólo se pueden sentir a esa edad, en que el corazón está repleto de sentimientos buenos a despecho de los días duros que se hayan pasado, a pesar de las negativas que se hayan oído, en fin, aunque se haya tocado la hiel con los labios.
Ocho palabras! Ocho palabras que pueden no decir nada.
Pero era de ver la cara de quien las dijo y oír el tono de la voz. Eso era lo grande: ver la cara y oír la voz.
Estaba yo en una tiendecita de campo. No quiero explicar por qué ni cómo. Lo cierto es que estaba yo allí. Circunstancias que me rodeaban me hacían un hombre feliz, estúpidamente feliz, tal como se es feliz siempre. Y he aquí que se presenta un hombre que surge de la boca negra de la noche y presenta a la luz de una lámpara de gas su rostro huesudo, desfigurado por el hambre tan visible, y por una cólera sorda en contra del destino, de la vida, de los grandes, de Dios. Un hombre así, hablando con su aspecto, del crimen del capital, de la extorsión de los grandes, de la injusticia de la organización social.
Cuando llegó miró rencorosamente mi traje de casimir flamante. Sus andrajos relucieron en la noche. Escupió con una expresión de indefinible ironía y despecho, y me lanzó cuatro centavos de cobre,- mojados por el sudor de sus manos encallecidas y sucias, – que rodaron por el mostrador produciendo un ruido sordo, como todo el rencor de su dueño.
-Deme tres panes y un centavo de azúcar,- fue la frase. Y me miró con ira como desafiándome a descubrir su miseria, como si me dijera:- si adivinas que con esto me voy a desayuna a esta hora, maldito seas, ojalá poder romperte el alma.
Yo le vendí el pan y el azúcar sin pensar en ello. Pocas veces me ha causado una impresión tan honda la miseria ajena. No recordé que quizás yo también he lanzado mis centavos de cobre sobre un mostrador a esa hora con el mismo fin; sólo sentí un desprendimiento de cosas interiores como si me cayera en ruinas todo lo que tenía dentro del pecho. Sentí el corazón vacío, exprimido, dolorosamente.
El hombre se fue con la misma expresión rencorosa conque había venido. La sombra de la noche negra lo borró inmediatamente. Parece que lo esperaba ansioso para tragárselo, tal como se lo habían tragado los grandes, el destino, la sociedad.
Fue entonces cuando comprendí que debí darle varias libras de provisiones. Yo tenía dinero. Fue entonces cuando me dolieron las entrañas, cuando ya el hombre, perdido en la noche, no podía ser hallado para ofrecerle lo que yo quería.
Yo sé que estos son accidentes a esta edad generosa, sé muy bien que mañana, cuando se me haya secado el corazón, me replegaré solitario, rechazado por la vida en mi cerco de indiferencia glacial; pero ahora, en esta ciudad en que toda herida se cicatriza pronto y se borra su huella fácilmente, no puedo dejar de lanzarle una maldición, aunque impotente, a estos capitalistas odiosos y a esta pésima organización social que estrangula así a los hombres; dos cosas tan viejas como la humanidad y que parecen irremediables como lo fatal”.