La persona, tanto cuando entabla una relación genérica con la Administración, como cuando es parte o interesado de un procedimiento administrativo concreto, lo hace desde la posición fundamental que le asegura la Constitución: la derivada de la dignidad de la persona reconocida por el artículo 38 de la Constitución y de los derechos fundamentales que le son inherentes y que quedan expresamente consignados en el Titulo II de la Constitución. El propio legislador es consciente de ello pues, cuando establece los derechos de las personas en sus relaciones con la Administración, lo hace partiendo de la premisa de que estas “no son súbditos, ni ciudadanos mudos, sino personas dotadas de dignidad humana” (Considerando Cuarto de la Ley 107-13).

Esta posición constitucional de la persona, como sujeto digno y titular de derechos fundamentales, la acompaña en la totalidad de sus contactos con la Administración, no importa cual esta sea, constituyendo precisamente la protección de dicha posición la misión principal del Estado y, por tanto, de la Administración, como bien establece el artículo 8 de la Constitución en virtud del cual “es función esencial del Estado la protección efectiva de los derechos de la persona, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas”, así como el artículo 38 de la Constitución, conforme el cual el Estado “se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales que le son inherentes” a la persona, gracias a una dignidad constitucionalmente reconocida como fundamento del Estado y de la Constitución (artículo 5). Es más, cuando se estudian los diferentes derechos fundamentales consagrados en la Constitución, resulta claro que el entero orden constitucional de los derechos fundamentales aparece determinado, en gran medida, por la relación de los titulares de derechos fundamentales con la Administración y por la eventual incidencia de la actividad administrativa sobre aquellos, como se evidencia, por solo citar dos ejemplos, con la radical exclusión de cualquier acción administrativa que pueda comportar sanciones privativas de libertad (artículo 40.17) y el reconocimiento de que la garantía fundamental del debido proceso aplica a todo tipo de actuación administrativa (artículo 69.10).

No debe soslayarse la importancia de la posición jurídica de la persona frente a la Administración desde la perspectiva del orden constitucional de los derechos fundamentales en lo que respecta a la concepción tradicional de un Derecho Administrativo centrado exclusivamente en la erección de una Administración como poder constituido, institucionalizado y personificado, dotado de un conjunto de prerrogativas exorbitantes, con un régimen o estatuto jurídico especifico, ante el cual solo le queda al particular la posibilidad de reaccionar en sede administrativa primero y, luego, en instancia jurisdiccional, para hacer valer así sus derechos en contrapeso a los privilegios de una Administración cuasi omnipotente. La radical servicialidad o instrumentalidad del Estado y de la Administración, que consagra la Constitución al disponer que el Estado “se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales que le son inherentes” a la persona (artículo 38), constituye un verdadero “giro copernicano”, tras el que subyace -para usar la célebre frase del Tribunal Constitucional alemán- una nueva “imagen del hombre de la Ley Fundamental”, una “imagen del hombre de la subjetividad jurídica”, que expresa y permite entender la nueva relación fundamental entre la persona y el Estado. Se trata, en fin, de una relación en la que la persona ya no es más objeto del Estado sino más bien sujeto de derechos en cualquier ámbito del ordenamiento jurídico o, para decirlo conforme la expresión del lenguaje cotidiano del pueblo alemán de la segunda posguerra mundial del siglo pasado, inspirado en la jurisprudencia de su Tribunal Constitucional, que “el individuo no existe para el Estado, sino el Estado para el individuo”. No por azar la misma Ley 107-13 establece como uno de los principios rectores de la actuación administrativa el principio de servicio objetivo de las personas “que se proyecta a todas las actuaciones administrativas y de sus agentes y que se concreta en el respeto a los derechos fundamentales de las personas” (artículo 3.2), así como el vasto derecho a una buena Administración (artículo 4).

La persona siempre tiene derechos frente a la Administración al extremo de que hoy el Derecho Administrativo no puede definirse solo como el Derecho de la Administración Publica sino también y, sobre todo, como el Derecho de las personas cara a la Administración. En este sentido, ya no se trata tan solo del lugar común de que el Derecho Administrativo procura el equilibrio entre prerrogativas y poderes administrativos y derechos e intereses individuales –pues, como bien señala el maestro Allan Brewer Carias, “el derecho administrativo siempre se ha explicado por el juego dialectico de esos dos conceptos contrapuestos: prerrogativa administrativa y garantía del particular” – sino que el Derecho Administrativo es el Derecho de la función esencial del Estado que es, como bien establece el artículo 8 de la Constitución, “la protección efectiva de los derechos de la persona, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas”. Hoy, por tanto, el Derecho Administrativo tiene necesariamente que conceptuarse a partir de la “centralidad de la persona” y de considerarla como la “protagonista por excelencia” (Jaime Rodríguez Arana) de la acción administrativa.