Con Odebrecht como motor, la corrupción se ha instalado como tema público, y tal vez por primera vez en años, como clara fuerza movilizadora en la sociedad. Y sin embargo, nos hemos privado del necesario diálogo y la imprescindible introspección  que requiere todo anhelo de cambio.

Se afincan las narrativas impulsadas por la carrera de caballos; por agendas que fijan la mira en el 2020 y datan el origen del problema en el 2012, 2004, 2000 o 1996. Son en el fondo poco más que anteojeras que restringen el campo de visión. Lentes que nos privan de la altura de miras que reclama el momento. Son narrativas tácticas; técnicas de judo que acomodan intereses. Son relatos que ven colores cuando el diagnóstico requiere dejar la fachada para mirar a la estructura; partir  de instituciones administrativas y políticas que desde sus orígenes (la colonia) fueron concebidas y creadas para explotar y extraer riquezas de muchos para beneficio pocos.

El legado queda y pesa.  Las instituciones organizan las clases sociales, crean incentivos, y determinan  los valores, la cultura y las estrategias que resultan premiadas por el entorno. El proceso de democratización estuvo marcado por esa herencia institucional. Al rentismo, fomentado por diseño, y la carencia de un Estado profesional, quisimos agregar la democracia que sobre esa base dio lugar al patrimonialismo como sistema de poder.

Este análisis busca ver más allá de los supuestos vigentes hasta el momento en la presente coyuntura, para presentar una visión que busca entender la corrupción como parte de un sistema de poder y, a partir de allí, localizar las vías de ruptura.

De la apertura al cierre o el riesgo de la complacencia 

La popularidad del presente gobierno se basó en sus inicios en un juego de demarcación. Allí donde el ex-Presidente Fernández lucía lejano, entronizado en la soberbia de su monólogo conceptual, Danilo Medina procuró proyectar cercanía y sencillez. Sobre todo, construyó su relato basado en la apertura y el diálogo con la sociedad, ejemplarizado en los casos de la Barrick Gold, Bahía de las Águilas, el 4% para la educación y las visitas sorpresa. Esa apertura representó el atractivo que acercó a grupos tradicionalmente alejados del oficialismo.

Y sin embargo el relato se quebró cuando tocó la corrupción. Las Cadenas Humanas sacaron a relucir el autoritarismo; la resistencia a sostener el diálogo necesario. Pesó más la ansiedad frente al señalamiento a la pieza que sostiene el sistema, que la oferta de apertura. Sin proponérselo, el gobierno importantizó un reclamo que, hasta el momento, parecía inofensivo. 

Se calmaron las aguas pero la insatisfacción quedó. Los números de popularidad no dejaron ver hasta dónde podía subir la marea. El escándalo Odebrecht trajo consigo una fuente de información que escapaba al alcance del gobierno. Durante el pasado año, el tema produjo una movilización social que construye sobre la zapata forjada por esfuerzos anteriores. Por movimientos que, desde los reclamos por Justicia Fiscal del 2012, fueron vinculando la corrupción con reducción en la calidad de vida de las personas.

Años después, el gobierno aún no ha dado respuestas sustantivas al tema. Se dirá que las clases no se suicidan; que Realpolitik obliga. Que el éxito en la captura y preservación del poder guían la racionalidad política. Que la política es el terreno del poder y no el del deber ser. Pero esa postura otorga. Más allá de la lucha por el poder, el capital político  se ha colocado en el estante para ser admirado.  Esa lógica hace al presente proyecto de poder estéril. Lo condena a la irrelevancia histórica.

Renunciar al diálogo es renunciar al cambio posible. Es declararse rehén de las estructuras. Es también caer en el juego de la complacencia, ser víctima del propio éxito. Es el mismo éxito del PLD lo que le puede sacar de sintonía con la sociedad.  Es  en sus excesos, en ese desborde de confianza en su capacidad para preservar el poder, donde se encuentra el talón de Aquiles de la más poderosa maquinaria electoral del país.

El partido que se instaló en el poder con un discurso que resaltaba la incompetencia de la oposición, hoy plantea una nueva interrogante. La pregunta que se impone hoy con mayor urgencia versa sobre si la dinámica de poder que ha cultivado el partido gobernante le permitirá corregir el curso del tren gubernamental. La lógica patrimonial ha incentivado las duplicidades institucionales y el crecimiento de la masa salarial del Estado (ver Gráfica 1). ¿Cómo manejar políticamente la necesidad de cambiar hacia dónde nos llevan las vías del tren?

Gráfica 1. Empleo público como porcentaje del empleo total, 2009 y 2014

 

El crecimiento económico, colocado como fin último de las políticas públicas, ha permitido liberar presión en la medida en que los individuos han visto beneficios, por marginales que estos sean. En los últimos 10 años, el crecimiento anual promedio del PIB del país alcanza 5.8%, comparado con 2.69% para América Latina y el Caribe. 

Sin embargo, esa historia de éxito esconde un correlato que habla de una realidad más precaria. Los beneficios de ese crecimiento se han distribuido de manera sumamente desigual. El número de personas que conforman la clase media en el país ha aumentado mucho menos que otros países de la región que experimentaron un crecimiento económico más moderado (ver Gráfica 2). Argentina, por ejemplo, creció en promedio un 2.8% anual, y Uruguay un 4.4% en los últimos 10 años con mucho mejores resultados para la gente.

Gráfica 2. Porcentaje de la población que pertenece a la clase media

Las estructuras extractivas, más que en otras partes de la región más desigual del mundo,  capturan riquezas y secuestran los mecanismos de redistribución. Prima además la lógica grupal de la élite gobernante que afirma “con nosotros o contra nosotros”.

La percepción de la existencia de un banquete en el que no se participa siembra resentimiento. El desfase entre los niveles de percepción de la corrupción y los niveles de confianza en el gobierno ha representado siempre para el gobierno el riesgo de la erosión acelerada del apoyo (ver en Gráfica 3). 

Gráfica 3. Correlación entre percepción de corrupción generalizada y confianza en el gobierno

Las proyecciones auguran un crecimiento económico menos pujante, lo que tendría un impacto particularmente desfavorable para las poblaciones más vulnerables. Cabe esperar en el mediano plazo una situación políticamente compleja para el gobierno. La dinámica de la deuda pública reclama cambios. No obstante, la percepción del mal uso de los recursos públicos y el sistema de adhesión política fomentado desde el Estado reducen el espacio político para la reforma. El camino que se perfila evidencia objetivos en tensión: ¿Responder a las exigencias patrimoniales de aliados y seguidores, o pagar el precio político de un cambio de curso necesario? ¿Poder o buen gobierno?

¿Se convertirá la corrupción en el “falso debate” de Danilo Medina?

“Es el sistema, estúpido”

El tema reclama ver más allá del gobierno. El sistema político somos todos. La historia muestra que las reformas públicas tendientes a mejorar la gestión, el desempeño y la profesionalización de la administración pública se sostienen no sólo en la necesidad de recursos fiscales y la voluntad política, sino que también en la presión ejercida por la sociedad. La razón por la que la democracia no se impone, sino que se conquista, es que se trata de un sistema producto de una dinámica de poder; de una sociedad capaz de forzar una distribución más equitativa del poder político.

La disfunción y el desequilibrio de nuestro sistema no puede entenderse sin las carencias de una oposición que no ha tenido el tino estratégico para convertirse en alternativa. El progresivo debilitamiento de la competencia partidaria es el correlato que ha permitido al PLD establecerse como partido hegemónico. La falta de contrapoder habilita los presentes grados de control institucional e impunidad.

En ese contexto, resulta alentador la presencia de la Marcha Verde para articular el rechazo a aceptar la corrupción como inevitable, al menos por parte de la población. La unificación de los ciclos electorales ha venido a ofrecer a la sociedad civil la oportunidad de flexionar sus músculos y de madurar en su capacidad de reclamo.

Pero la maduración política y estratégica de la sociedad civil implica hoy superar el yerro diagnóstico. Se confundió el escándalo con una crisis del sistema que ha probado no ser tal. Son las mismas encuestas que demuestran el apoyo generalizado a la Marcha Verde las que muestran que, guste o no, Danilo Medina mantiene altos niveles de aprobación.

Escuchar a líderes opositores o del movimiento social saca a veces a relucir una cierta subestimación del pueblo dominicano. Se concluye, con demasiada facilidad, que la aparente contradicción entre estos resultados significa una falta de entendimiento; que hay que educar a las personas para establecer el vínculo entre la percepción de la corrupción y la responsabilidad del gobierno.

A veces parece que cuesta admitir que la mayoría de los dominicanos tiene un entendimiento más sofisticado del sistema de lo que muchos están dispuestos a reconocer. Que la mayoría entiende que la corrupción es parte del sistema, y que en ese esquema esa mayoría entendió que Danilo Medina formuló la mejor oferta.

Apena también la facilidad con la que algunos actores se esfuerzan en demoler reputaciones bien ganadas tan sólo porque no gustan las conclusiones a la que llegan ciertos análisis o estudios. Hoy nos toca mirar el escenario con los ojos abiertos para diseñar estrategias efectivas que partan de la realidad y no del deseo. Nos toca a todos (re)conocer el tablero y sus actores, y construir a partir de allí.

Es de orden también resaltar que la solicitud de renuncia o juicio al Presidente Medina no ameritaba ni amerita tanto revuelo. El objetivo del movimiento social es poner los pies del gobierno en el fuego; generar presión. Sin embargo, no menos cierto es que para ser efectiva, la Marcha Verde debe calibrar su estrategia. Entender que a largo plazo su relevancia no dependerá de la movilización coyuntural, sino de sus conquistas efectivas. Entender que para alcanzar avances tocará negociar. Negociar con la lucidez para leer qué puede sacársele al momento político; qué le permite su capacidad de presión. Pedir lo que no puede forzar, y lo que el gobierno no está dispuesto a dar, conllevará, si no lo hizo ya, el desperdicio de la coyuntura.

Romper con el sistema

El tema de la corrupción ha instalado el debate necesario sobre la arquitectura institucional del Estado. Pero ese debate debe tomar en cuenta las lecciones que se desprenden de la mejor evidencia: las instituciones se sostienen en la realidad política. De poco servirán las reformas institucionales sin un profundo cambio en las relaciones Estado-sociedad.

La transformación pasa necesariamente por una nueva ciudadanía. Una ciudadanía empoderada, capaz de imponer un costo político a la corrupción, y de reclamar una mejoría en el gasto que financia con sus impuestos. Pero esa ciudadanía debe demostrar una madurez política a la altura de la situación. El reto es construir esa ciudadanía. No sólo con el músculo para generar presión, sino con la capacidad estratégica para capitalizar coyunturas.  Para saber cuáles cartas usar y cuáles dejar pasar.

Una ciudadanía que construya un relato fresco, y que supere las herramientas de siempre. Aquellas de políticos tradicionales, donde las encuestas valen si me gustan y son vendidas si no. Que reconozca que no todo se vale para instalar narrativas. Que de nada sirve dividir el país entre buenos y malos, pues la búsqueda de líderes inmaculados ha probado una y otra vez no ser la vía. Que entienda que el problema es el sistema, y que la democracia va de presionar y persuadir, y no de descalificar por disentir. Porque al final de los días,  nos toca coexistir y la democracia –si es todavía eso a lo que aspiramos- llama a buscar soluciones colectivas a nuestros problemas.

En el mismo tenor, renovar, articular y replantear la oferta opositora resulta indispensable para restablecer el sistema de pesos y contrapesos. Los excesos en el Estado llaman inmediatamente la atención sobre los responsables de turno. Sin embargo, dichos excesos no pueden ser entendidos sin el nivel de control institucional y la falta de competencia política.

Pero sobre todo, nos toca como sociedad mirar más allá del PIB, que tan poco dice del bienestar. Reconocer que uno de los más poderosos factores de erosión del sistema de poder patrimonial es la inclusión social; el crecimiento de la clase media. No por elementos idiosincráticos de esta última, sino por sus efectos en la distribución del poder político. Una mejor distribución del poder económico y la diversificación de la actividad productiva, menos centrada en el Estado y sus rentas, dota a la ciudadanía de una mayor capacidad de presión frente a los excesos del Estado. La inclusión es al final de los días nuestra mejor y más potente arma contra la corrupción y su función de poder. Que no se olvide.