Desde los años noventa el escenario electoral latinoamericano ha estado marcado por outsiders o candidatos emergentes, dígase, personajes aparentemente ajenos a la política tradicional que despegan meteóricamente en las preferencias del electorado, logrando romper la hegemonía de los clásicos partidos políticos. Estos fenómenos del proselitismo se promocionan como redentores y antisistema. Sin embargo, muchos de ellos son experimentados políticos de bajo perfil que, al percibir el momento oportuno para dar el salto presidencial, se apoyan en la estrategia denominada “la política disfrazada de antipolítica”.

En América Latina el recurrir a la antipolítica se hizo notable a partir de 1990 con el triunfo de Alberto Fujimori en Perú; pero, sin lugar a dudas, cobró más peso en 1998 con la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela a través de un amplio respaldo popular, impulsado por una estrategia electoral que, no obstante su pasado como militar golpista, lo promocionó  como un líder no vinculado a la cuestionable élite política que, entre 1959 y 1998, organizada en los partidos Acción Democrática y COPEI, se había perpetuado en el poder político venezolano. 

El éxito electoral del carismático y autocrático comandante bolivariano sirvió de referente para la irrupción en Suramérica de otros abanderados de la “nueva política”, como Rafael Correa o Evo Morales, todos cobijados ideológicamente en la utópica corriente del “Socialismo del Siglo XXI”.

La tendencia a subirse en el discurso y la mercadotecnia de la antipolítica no ha sido exclusiva de figuras de la izquierda, pues en los últimos años los escándalos que han salpicado y desprestigiado a algunos movimientos de izquierda han servido de fundamento para que políticos de la derecha más reaccionaria se promuevan como los abanderados de la moralidad “dinamitada por el establishment político”. Ese es el caso del controvertido presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, quien, a pesar de haber sido diputado durante 28 años, se mercadeó electoralmente como un ciudadano ajeno al tejido político. 

El caso de Bolsonaro fue emulado recientemente en Chile por José Antonio Kast, el polémico candidato de una especie de neoderecha chilena, que el pasado 19 de diciembre fue cómodamente derrotado en la segunda vuelta presidencial por el también cuestionable Gabriel Boric. El conservador Kast caracterizó su campaña en cuestionar y minimizar las virtudes del sistema institucional imperante en Chile desde el fin de la dictadura pinochetista, así como en desligarse de cualquier relación con la acostumbrada dirigencia política, razón por la cual se autodenominó “el candidato del sentido común”.

No obstante su hostilidad con las cúpulas políticas, Kast es un político de larga data que, desde 1996, ha ocupado distintos cargos de elección popular, además de que militó en el histórico partido Unión Demócrata Independiente (UDI), muy ligado al exdictador Augusto Pinochet.

Parafraseando al politólogo italiano Giovanni Sartori, en la época de la videopolítica y la teledemocracia, es dudosa la existencia de una real antipolítica, toda vez que los hechos demuestran que no es más que un disfraz propagandístico, al que suelen recurrir personas vinculadas directa o indirectamente a la política, para ofrecerse como la respuesta a las demandas ciudadanas de regeneración y evolución del elemento político.