El debate sobre el debate se ha caracterizado por dos visiones. Por un lado, aquella que ve en el debate presidencial una oportunidad para promover el debate de ideas y el voto informado, llevar a los candidatos a la discusión programática y confrontar sus inconsistencias. Por otro, la que cuestiona el valor democrático de los debates, señalando su dimensión de espectáculo y el interés pecuniario generado a su alrededor.

Dentro del segundo grupo, José Carlos Nazario, analista y estratega de la comunicación, es quien ha realizado el esfuerzo más riguroso para desmitificar los debates presidenciales. Con la lucidez que le caracteriza, busca desarmar facilismos y asociaciones rápidas. Apoyado en Riorda, hace un llamado a la realidad a distintos sectores afirmando que un sistema político no es mejor ni peor por el hecho de que se realicen debates televisados. En efecto, la calidad democrática no la define la realización de debates televisivos, sino la distribución y la dinámica del poder, la tolerancia a la diversidad, el respeto a la dignidad de las personas, la pluralidad y la capacidad de las instituciones políticas y sociales para producir bienestar incluyente.

Se hace además evidente la necesidad de entender y asumir que los componentes del voto y su ideología tienen un mayor fundamento emocional e irracional de lo que se está con frecuencia dispuesto a admitir.  El voto llamado informado, basado en el análisis frío de propuestas programáticas y proyectos de políticas públicas es marginal, si lo hay. Aún si lo hubiera, abstraído de la realidad política, no sería el enfoque más lúcido.

Sin embargo, la argumentación del mismo Nazario contiene algunas inconsistencias. Describe el debate como una situación absolutamente riesgosa para los candidatos y sin beneficios claros. Sin embargo, se hace difícil entender cómo la materialización del riesgo para uno no se traduce en oportunidad o beneficio para otros. Además, parece erróneo asumir de entrada que el riesgo se encuentra igualmente distribuido entre los candidatos. La postura asumida históricamente por aquellos mejor posicionados así lo demuestra. El rechazo del portavoz del gobierno al debate es risible; no así novedoso.

Es importante entender que el debate es, en esencia, una plataforma mediática. Dicha plataforma no limita ni circunscribe los espacios de debate o demagogia. Se desarrollan además en medio de estrategias y narrativas políticas más amplias que buscan articular intereses. Todos debemos asumir que, nos guste o no, en democracia el consenso se construye en gran parte a través de la persuasión. Esto da una ventaja a quien sabe manejar públicos, mensajes y escenarios. Es el mal menor por el que hemos optado para renunciar a la imposición de racionalidades o agendas de individuos o grupos. Esto es cierto con o sin debate.

Se hace difícil, además, hablar de debates en su generalidad como si la concepción y el diseño de éstos no importaran. Es previsible que las reglas, la frecuencia, la distancia en relación al día del voto, la configuración del panorama electoral, qué sectores formulan las preguntas y cómo éstas son enmarcadas son variables susceptibles de incidir en la dinámica de los mismos. No sin razón, los candidatos intentan controlar éstas y otras variables que podrían desfavorecerles.

La dimensión del espectáculo y la ganancia potencial atrae intereses económicos. Lo mismo se da a lo largo de toda la campaña electoral, llena de negocios de principio a fin. Es preciso ver que quienes piden la realización de debates ven en ellos la oportunidad hacer bajar a los candidatos de su Olimpo para confrontarlos con las inconsistencias de sus programas o gestiones y roles pasados. En un escenario en el que las estrategias de manejo de riesgos han llevado a los últimos gobernantes a alejarse de las interacciones con la prensa crítica, se hace necesario reconocer esta dimensión del reclamo. Dicha concepción parte además de una visión de la democracia en la cual los discursos de los aspirantes deben ser cuestionados, y la coherencia y cohesión de los mensajes armados y pilotados desde el cuarto de máquinas,  probada. El cuestionamiento in vivo reserva siempre cierto espacio para la sorpresa.  Es decir, se trata de algo más que de la simple lucha de peces beta. Para ello, sin embargo, cuenta quién, qué y en qué formato se debate y cómo éste es retomado por la prensa.

Si se reconoce además el sistema patrimonialista -que crea consensos a partir del uso y asignación de recursos desde el Estado- y lo inequitativo de las condiciones electorales actuales en cuanto a reglas, estructuras organizativas y el acceso a financiamiento, debe verse en el debate otra virtud. El potencial de poner en un mismo escenario, con alta cobertura mediática, a todos los candidatos con reglas más o menos equitativas y una cierta progresividad en la distribución del riesgo. Para los candidatos con escasos recursos esto representa una oportunidad. Resulta difícil pedir a los ciudadanos más participación en los espacios de decisión política sin apoyar el reclamo de creación de espacios mínimamente equitativos para los candidatos en los que éstos puedan ser confrontados.

De la misma manera, quienes promueven el debate deben contar con la madurez política de no pretender recurrir a la coerción cada vez que sus iniciativas se vean frustradas o insatisfechas. Más que de imponer el debate, se trata de preparar el escenario políticos y las condiciones para llevar a los candidatos a los mismos. Deben además entender el debate como un espacio más de comunicación que puede ser utilizado. No así un espacio de control, de incidencia política o de discusión programática de alto nivel. Al final del día, las decisiones de política son políticas. Poner excesivas expectativas en un tal evento promete el status quo. La exposición mediática se integrará en las narrativas políticas de unos y de otros. Crear más y mejor democracia sólo se conseguirá con un cambio en las dinámicas de poder tendente a generar más inclusión y empoderamiento ciudadano, mayor educación y calidad de vida. Esto requiere mayor participación y escrutinio, pero lo esencial de estos mecanismos no sucede frente a las cámaras.