La poesía acaso sea la manifestación humana con más definiciones. Mil y una, interminables. García Lorca, por ejemplo: Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio. La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua, según Lezama Lima; un intento de aproximación a lo absoluto por medio de los símbolos, de acuerdo con Juan Ramón o, simplemente, Poesía eres tú, y ya, concluye Bécquer –con antinomia feminista: Poesía no eres tú, Rosario Castellanos. Otras veces no se trata de precisar su ser: yo sé que la poesía es indispensable, aunque no sé para qué, se decía Jean Cocteau. ¿La poesía es pura? La poesía es para, sentenció Haroldo de Campos. No uses el teléfono, la gente nunca está lista para responder: usa la poesía, recomendó Jack Kerouac. La poesía es la poesía es la poesía, hubiera rematado Gertrude Stein.
Hay incluso calificaciones provenientes de otros ámbitos que podrían ajustársele: si la música es el arte de combinar sonidos y silencios en el tiempo, “la poesía es la palabra esencial en el tiempo”, dijo Antonio Machado. Y, habiendo –como Heráclito– escuchado al Logos, yo he abonado el maremágnum con mi cosecha de aportes, aunque en la videosfera[i] efímera del cibermundo, como para reducirle lastre (y porque “nuestro ojo ignora cada vez más la carne del mundo” y “lee grafismos en vez de ver cosas”)[ii]: Poesía es soltar el manubrio de la bicicleta cuando la niña más linda del barrio está mirando; la poesía es la gallina de los huevos de plomo; poesía es Elizabeth Taylor con un vestido negro preguntando si va a dolerle mucho esa lobotomía; la poesía es un laxante para el estreñimiento del léxico en la prosa…
“Nunca entenderé por qué tantos escritores se preocupan por definir lo que debe ser la poesía, y pretenden dar una interpretación única”, expresó Valerio Magrelli en una entrevista reciente. Y yo tampoco lo entiendo, pero voy a atreverme a generar, como homenaje, una nueva: La poesía es la más alta realidad. Y abundaré: la más alta realidad porque aquélla expresa a ésta: la revela, le da significado al superar las físicas fronteras de la materialidad. Y no es que sea tan solo otra realidad, acaso complementaria, sino precisamente la de mayor magnitud y trascendencia: esa que parece poder combar el tiempo para sumar espacio a nuestras vidas, aherrojadas con los grilletes de lo cotidiano – útil, llano, productivo–; de lo que a la larga es sólo rampa de deslizamiento hacia la muerte anónima y sin trascendencia.
Alta Realidad (1970) tituló, lúcidamente, Luis Alfredo Torres (1935-1992) un libro suyo. Luis Alfredo, poeta-paria, borroneando poemas entre bellos y estridentes alojado en pensiones sórdidas, en tugurios de mala muerte, y ante platos de comida módica de fonda, apoyado en el bastón de sus últimos años por las calles de Santo Domingo. Luis Alfredo, quien si alguna torre tuvo en sus días irreverentes[iii] habrán sido los opúsculos grapados que imprimió, buscando el bello rostro del amor que iba y venía. Luichy, tan alejado del sur que lo viera nacer, como de las hiper ciudades de New York y California donde creció, se educó y formó, para ser el poeta que importó consigo el extrañamiento de la Diáspora que conocemos bien los que nos hemos ido. Luis Alfredo, decididamente gay, cantando a Proserpina en la ciudad cerrada de intramuros y el oscuro litoral del río Ozama, desdibujado por sus grandes gafas de sol útiles hasta de noche. Luis Alfredo Torres, ese enfermo lejano, que cantó y cantó hasta que murió sentado, como lírica cigarra, en un banco de hospital en Ciudad Nueva, en pos de la poesía…
pero ¿qué es la poesía? [se preguntaba Wislawa Szymborska[iv]]
Más de una insegura respuesta
se ha dado a esta pregunta.
Y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro
como a un oportuno pasamanos.
Lo que nunca debemos dejar de hacer, es persistir en consumirla, adaptarla al discurrir del día a día, en procura de dotar a la vida de sentido, a través de ese no-se-qué de la poesía, sea lo que sea que la poesía es. Como un intento de remoción de escombros de los derrumbamientos de la cotidianidad, y en el afán de recordar que el hombre y la mujer son más que cuerpos que pasan por pasar. Porque sucede que, como la Naturaleza, como la realidad espiritual y material, el fenómeno poético nos resulta en principio inaprensible, pero al mismo tiempo vivo, patente, cercano, presente, ubicuo y permanente.
Lo cierto es que la poesía aparece cada vez que queremos expresarnos, cada vez que formulamos pensamientos, en cada símbolo de nuestro imaginario y nuestros sueños. La poesía está presente en todas partes, nos demos cuenta o no, como reflejo de la música que mueve las esferas en la música ósea que activa nuestros cuerpos. Incluso en el silencio la poesía dice cosas. “De lo que no se puede hablar, hay que callar” reza la última sentencia del Tractatus de Wittgenstein[v]. De la poesía –que por lo visto tampoco se podría– hay que seguir hablando, hasta pulverizar la lengua, como propuso Merlau-Ponty, en un acto radical de mezcla de los tiempos para fijar un lenguaje en devenir. Muchas veces –dice él– “para que llegue a decirse algo es necesario que nunca llegue a decirse absolutamente”, porque “sólo la lógica ciega e involuntaria de las cosas percibidas, suspendida por completo de la actividad de nuestro cuerpo, puede hacernos entrever el espíritu anónimo que inventa, en el seno del idioma, un nuevo modo de expresión”[vi]. Eso es poesía también: decir sin haber dicho, diciendo mucho más.
Ocurre que, además, la poesía consigue replicar todas las formas: cuando ocluyen las fronteras, cuando se inventan muros para segregar naciones, toma un aspecto esférico de bola de acero de demolición y los derrumba; cuando se impone el hambre a causa de las burdas ambiciones de unos cuantos, la poesía se transforma en hoz y siega trigo para todos; cuando fuerzas oscuras reprimen las ideas libertarias, la poesía se olvida de ser poesía y se convierte en prosa de fabricación casera, hace estallar incendios con botellas con mensajes y una mecha arrojadiza; o se convierte de repente en tabla de salvación del náufrago-de-su-desasosiego en la desolación mortífera de escualos del mar Caribe o en las embarcaciones africanas zozobrando en el Mediterráneo. Cuando buscamos cobijo, cuando buscamos calor, la poesía toma forma de regazo, de mano que mesa el pelo e invita a dormir tranquilo, porque mañana todo cambiará de rumbo. Para entender, para creer, para ser y para estar (que no es lo mismo, aunque lo quieran así en inglés), la poesía nos provee del equilibrio necesario.
Así que, siendo tanto la poesía, al mismo tiempo no sabemos lo que es. Y estando en todas partes, no sabemos dónde se encuentra exactamente ni qué estructura tiene. ¿En los libros? Claro está. Y en las voces, las canciones, en la lengua y en tu casa. La poesía, un ser-en-sí, sin mayor explicación, como se definiría con el alto pensamiento de la filosofía, su prójimo y siamés desde el principio. La más alta realidad, entonces. Esa que quiso vencer a versos Luis Alfredo Torres. Aunque perdió: tan frágil, Luis Alfredo, que hubo que buscarlo bajo la delgadez de su camisa con su propia linterna sorda. Pero tan grande Luis Alfredo que la cruda realidad, la dura realidad, pudo hacerla más alta, pudo habitar en ella, por medio de la alquimia del poema.
[i] De acuerdo con Régis Debray, la Historia registra tres épocas o eras en los modos de percepción de la realidad, “apropiaciones de la mirada”: Logosfera, Gragosfera y Videosfera, que sería en la que estamos sumergidos actualmente: el dominio de la imagen, sin soporte en la realidad real y propiciando la realidad virtual. (En Vida y muerte de la imagen: Historia de la mirada en Occidente, traducción de Ramón Hervás, Paidós, Barcelona,1994)
[ii] Op. Cit., pág. 254, libro III, El Postespectáculo, La paradoja de la videosfera, El arcaísmo postmoderno.
[iii] A partir de aquí inicio un rejuego con títulos de libros de Torres.
[iv] En su libro El gran número. Fin y principio y otros poemas. (Edición al cuidado de Maria Filipowicz-Rudek y Juan Carlos Vidal. Estudio introductorio de Małgorzata Baranowska), Traducción de Xaverio Ballester, Gerardo Beltrán, Elżbieta Bortkiewicz, David Carrión Sánchez, Carlos Marrodán Casas, Katarzyna Mołoniewicz y Abel A. Murcia Soriano (Ediciones Hiperión, Madrid 1997).
[v] Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein; Alianza Universidad, Madrid, 1980, traducción de Enrique Tierno Galván.
[vi] En La prosa del mundo, Taurus, Madrid, 1971, Pag. 68, versión española de Francisco Pérez Gutiérrez.