La furia de la naturaleza, que en nuestra región se expresa con huracanes y tormentas, suele mostrarnos cada año en toda su desnudez, los altos niveles de pobreza y marginalidad que padecemos. Pero aun cuando no significa un consuelo, la realidad es que la indigencia y la falta de oportunidad son factores comunes también en los países desarrollados. Aun los más ricos lidian con ella, no siempre con éxito.
Alemania, por ejemplo, la cuarta economía más grande del mundo, sólo detrás de EEUU, China y Japón, tiene un 15.7% de su población bajo el umbral de pobreza y alrededor del 25% de los 12 millones de niños, es decir tres millones, viven de la ayuda social, con muy pocas opciones educativas, según un informe citado por el diario español El País en septiembre del 2017.
Las cifras son sorprendentes porque se trata de la nación más rica de Europa, con un nivel de desarrollo comparable al de Estados Unidos, cuya economía es más grande que siete de los 10 países más ricos del mundo juntos. La pobreza infantil fue uno de los temas más delicados de la campaña electoral ganada nuevamente ese año por Ángela Merkel de forma abrumadora, pese al crecimiento de la ultraderecha Alternativa por Alemania (AFD), que amplió sus escaños en el Parlamento, resurgiendo el temor a un auge del nacionalismo extremo, en una de las naciones más abiertas a la inmigración. A pesar de que la integración alemana, desde la caída del Muro de Berlín, ha avanzado en igualar las condiciones en la antigua zona controlada por los soviéticos, la pobreza en esa zona es de un 20%, con grados de desigualdad muy elevados en la población infantil, que ha ido descendiendo en los últimos años, con perspectivas inquietantes para una economía necesitada cada vez más de mano de obra.
Por eso creo que los programas sociales como la Tanda Extendida, los comedores económicos y muchos otros deberían quedar fuera de la rebatiña política.