Durante los últimos tiempos tanto en el país como en el extranjero es notable un creciente entusiasmo ante la presencia de automóviles pertenecientes a épocas ya preteridas, al extremo de que dentro del depauperado y desafortunado aspecto físico que exhibe en estos momentos la capital de Cuba, el avistamiento de los almendrones – o carros de los años 40 o 50 del pasado siglo – constituye uno de los mayores atractivos para el turista que patea sus calles y avenidas.
Según el dilecto amigo y colega el Ing. Agrón. Juan Santo Díaz Gómez que además de haber sido un alto cargo en casi todas las instituciones del sector agropecuario oficial es un fervoroso coleccionista de autos antiguos o clásicos, en la capital dominicana y en ciudades del interior existen clubes dedicados a esta arrebatadora pasión. Me advierte, con el énfasis que le caracteriza, que los hay también por marcas: de Mustang, Mercedes, Camaro, VW etc.
No obstante ser un pasatiempo costoso pues su valor no solo depende de la dificultad de encontrarlos en buen estado sino de que sus partes y piezas sean originales – los modelos norteamericanos de La Habana les interesan poco porque sus motores son de Zastava y no pocos elementos de Lada -, el gozo que provoca su posesión parece ser inmenso. La atención y asombro que muestran a su paso los viandantes, hacen sentir a sus conductores ir en compañía de las supermodelos Kate Moss o Gisela Bundchen.
En París, Berlín, Miami, Londres o Roma no solo soy un espectador de sus coloridos y multitudinarios desfiles sino que acostumbro visitar los museos donde están expuestos de forma permanente. Antes, en los veranos no me perdía el 10 de julio la variopinta parada que tenía lugar en Barcelona ya que en esa fecha se celebra el Día de San Cristóbal que como saben todos los coleccionistas es el patrón de los chóferes. Miles y miles de personas se congregaban en el centro de la ciudad.
Hasta el momento desconozco las causas – si alguna vez han sido reveladas – que podrían invocar los miembros de los diferentes clubes explicando su entusiasta afición por los automóviles antiguos, y aunque en el pasado y en el presente he intentado sondear al respecto a algunos de ellos, sus respuestas y réplicas no me han resultado convincentes debido quizás a lo inesperado de mis preguntas o al escaso tiempo de que disponíamos para hablar sobre el tema.
Aunque de la mecánica automotríz lo ignoro casi todo – aun no se lo que es una chumacera o un cojinete – ni tampoco tenga conocimientos de las últimas performances de la Toyota, General Motors, Audi y Bentley o de los próximos campeonatos de la Fórmula I, me permitiré en este trabajo ponderar los motivos que estimularon en mi el surgimiento de una especie de arrobamiento, de admiración cada vez que avisto un carro de los años 30, 40, 50 de la pasada centuria, llegando al extremo de detenerme en la calle para contemplarlo a gusto.
Antes debo consignar un pormenor que talvez pueda tener alguna utilidad para que un psicólogo precise el origen de mi querencia por los autos viejos: de niño y para Navidades únicamente pedía como juguete a los Reyes o al Niño Jesús una pequeña guagua – ni carro, ni parchís, ni velocípedos, ni Monopolio – de metal y con gomas de caucho como venían enantes. No sé si esta preferencia respondía a lo maravilloso que eran para mí los colectivos que veía por las calles de Santiago, en especial los del colegio de la Salle y del Sagrado Corazón. Por otra parte, lo único que conservo del pintor José Cestero es la reproducción de una guagua de dos pisos transitando de noche por la calle El Conde.
Sin tener la pretensión de agotar el inventario de todos los móviles que posiblemente intervienen para que en una persona se desarrolle la afición hacia los carros viejos, considero que uno de los principales es la posesión de una personalidad susceptible a la nostalgia, o sea ser propenso a recordar con añoranza una época de nuestras vidas – la infancia en particular – a la que uno de manera inexplicable se encuentra afectivamente vinculado.
El sentimiento de sentirse a menudo tristemente alegre, que es la mejor definición de la melancolía, me parece que es condición sine qua non para ser un adicto al coleccionismo del cual nos ocupamos, y por ello se entiende que la mayoría de la membresía de estos clubes sean personas rotundamente adultas, pues los jóvenes no han vivido los años necesarios para saber que uno de los apoyos emocionales mas sólidos de la adultez es la de recordar lo que de niños vimos o hicimos.
Los años de la infancia – fueran venturosos o no – siempre los evocamos con tristeza, con cierta pesadumbre, y del escenario que rodeó nuestras iníciales vivencias no solo recordamos las personas del entorno, el calor y forma de las edificaciones, los diversos olores, canciones de moda y peculiaridades medioambientales, sino también los modelos de los carros que con sus diseños, tonalidades y sonidos típicos a su desplazamiento urbano, representaban los testigos motorizados del Santiago de finales del 40 y la década del 50 del siglo XX.
Una segunda motivación de esta filia por los automóviles del ayer sería a mi juicio una extravagancia que quizá haya sido sentida por más de un aficionado. Desde niño al ver frontalmente un carro de inmediato asocio sus faros delanteros con los ojos de una persona; la parrilla con la naríz y los pómulos, y finalmente el parachoques con los labios, boca y barbilla. Escudriño la parte delantera como si del rostro de un individuo se tratara, actitud insólita para muchos pero no extraña a estos coleccionistas.
Es propio de la naturaleza humana proyectar su forma y figura a fenómenos naturales o a suposiciones que nos trascienden: así por ejemplo Jehová debe ser un hombre y no una inteligencia amorfa; asegurar que a un conocido se lo llevó un cáncer o anda acabando una gripe con fiebres como si se tratara de un mensajero de la muerte o de la desgracia; la expresión mañana viene un ciclón cojonudo como sinónimo de poderoso, fuerte; llamar cuaresma macho a la muy seca y hembra a la lluviosa. O sea, que existe la tendencia a personalizar las cosas.
Por ello no me asombraba que el Studebaker del año 1951 se pareciera a una vecina de ojos rasgados y labios gruesos; un Oldsmobile 88 a un amigo de ojos grandes, separados, con una dentadura enorme que estaba siempre sonreído; un Mercury del 49 a un médico de ojos desorbitados, nariz aplastada y boca casi sin labios, así como un Plymouth modelo 1955 que semejaba a su dueño de ojos pelados con la nariz, boca y barbilla como si estuvieran fundidos. En nuestras cabezas hacemos figuraciones alucinantes.
De adolescente deambulaba por esas calles de Dios y al ver de frente determinados vehículos de inmediato visualizaba la cara de alguien conocido – incluso de los vaqueros que veía en el cine o de los personajes de los Muñequitos – debiendo indicar además, que algunos carros guardaban facialmente un parecido con profesores, militares, tíos y otras personas, y al avistarlos me acobardaba, me apocaba por creer estar en presencia de alguien respetable.
Debido a esta asociación mental que individualmente hacía y en especial a la función que desempeñaban en la ciudad, habían en el Santiago de los 50 dos vehículos a los cuales no podía ver frontalmente ya que la consecuencia de mi atrevimiento era varios días sin poder dormir: se trataba de un pequeño camión de bomberos y del carro fúnebre municipal que siempre estaban aparcados en la humilde estación central del cuerpo de bomberos urbano localizado en esa época al lado del Centro de Recreo en la calle Benito Monción.
Su avistamiento me provocaba un terror, un pánico cerval y aunque cruzaba con frecuencia frente al establecimiento volteando adrede la cara mirando hacia el Parque Duarte, me atraía violentamente verlos a sabiendas del angustioso insomnio que me esperaba. Sus grandes faros delanteros, redondos, independientes del bonete y de los guardalodos parecían aborrecerme, y un parachoques tan fino que simulaba una boca de apretados labios a punto de insultarme me traían y me llevaban por la calle de la amargura, como usualmente se decía.
La parte frontal de los automóviles color negro de las marcas Citroën del 1936 y los Mercedes Benz 260-D usados por la Gestapo como escolta de los gerifaltes nazis, me traen a la memoria aquel carro fúnebre de Santiago y al ver circulando los primeros por los boulevares de París y a los segundos en videos y documentales sobre la II Guerra Mundial, me retrotraen a una fase de mi existencia aun no vencida en mi imaginario personal.
En los actuales momentos cuando entreveo los coches y las carretas de tracción animal que compartieron conmigo las vivencias santiagueras de aquella época, los mismos, a diferencia de los automóviles, no tienen el poderío de ilusionarme, de rendirme nostálgico. Lo que sí añoro de ellos es recordar el rítmico quejido de sus oxidados ejes, el percutir de los cascos de los caballos sobre el pavimento, el abur-abur de sus ocupantes al saludar, así como el penetrante olor de la alantoína contenida en la orina de los animales.
Pienso que otra causa desencadenante de la revelación de esta afición es el haber arribado a la madurez espiritual. En todos los coleccionistas, sean estos de sellos, monedas, armas, cajas de fósforos o muñecas, notamos que los mismos promedian una edad que supera las cuatro décadas, época existencial donde nos entregamos, nos dedicamos a las cosas que parecen dignas de ser poseídas, de ser mostradas con orgullo a los demás porque creemos que tienen un valor en sí mismas. Los consagrados a los carros antiguos no son la excepción.
No creo que el propietario de un vehículo clásico se desplace por las calles con la intención de presumir de su posesión y de su posición económica – es todo un lujo – y nunca olvido al dueño de uno de ellos que escuchando a buen volumen al Trío Matamoros, Elenita Santos, Carlos Gardel y Bobby Capo se paseaba los domingos por la Ciudad Colonial. Su cara era la imagen viva de la complacencia y los expectantes transeúntes parecíamos no existir para él. Conducía como si estuviera raptado por la felicidad.
Mucho me gustaría conocer – al identificar como nostálgicos a sus miembros – cuáles son los valores que fomenta en el país la Asociación o Club de automóviles antiguos y clásicos de República Dominicana (CAACR) creada en 1999, o el mensaje que debería proyectar a nivel de la población. Espero que el incombustible Juan Díaz Gómez y sus amigos ponderen públicamente la importancia socio-cultural que para el país tiene la preservación y periódica exhibición del patrimonio automotríz de antaño actualmente en sus manos.
Desearía finalmente, que cada vez que estos coleccionistas organizaran un desfile, una exhibición, promocionaran su evento como si de un encuentro de viejas glorias se tratara. A diferencia del que realizan los antiguos peloteros criollos, que tanto interés despiertan en la fanaticada nacional, los actores de su espectáculo-los vehículos antiguos-no son perecederos, no nos abandonaran como lo hicieron Alcibíades Colón y Garabato Sackie este año, siempre y cuando se les dispense el oportuno y apropiado mantenimiento.