En pocas obras literarias encuentra uno páginas de tanta intensidad descriptiva e introspectiva como las que escribiera Nikolái Vasiliech Gógol en “La perspectiva Nevski”, uno de los cinco despiadados relatos urbanos de las “Historias de San Petersburgo”. Sus célebres y celebradas novelas breves, cortas, o como quiera llamárseles.
En el primer párrafo, Gógol describe alegremente los encantos de la fastuosa avenida, el corazón de la imponente ciudad de Pedro el Grande:
“No hay nada mejor, por lo menos para Petersburgo, que la perspectiva Nevski. Ella allí lo significa todo. ¡Con qué esplendor refulge esta calle, ornato de nuestra capital!… Yo sé que ni el más mísero de sus habitantes cambiaría por todos los bienes del mundo la perspectiva Nevski… No sólo el hombre de veinticinco años, de magníficos bigotes y levita maravillosamente confeccionada, sino también aquel de cuya barbilla surgen pelos blancos y cuya cabeza está tan pulida como una fuente de plata, se siente entusiasmado de la perspectiva Nevski. ¡En cuanto a las damas!… ¡Oh!… Para las damas, la perspectiva Nevski es todavía más agradable. ¿Y para quién no es ésta agradable?… Apenas entra uno en ella percibe olor a paseo. Aunque vaya uno preocupado por algún asunto importante e indispensable, es seguro que al llegar a ella se olvidan todos los asuntos”.
San Petersburgo -dice Alejandro Jiménez-, “Al ojo del visitante se distingue por la simultánea combinación de grandes palacios, recios mármoles y deslumbrantes luminarias; no en vano, se diseñó con la intención de competir con París”. Pero la ciudad es también una trampa, un engaño que el autor desenmascara al final de la misma narración, un cenagal de infamia, de hipocresía donde casi todo lo que brilla no es oro. Es una ciudad de burócratas, militares, aristócratas, ciudad de terribles, dolorosos contrastes entre opulencia y miseria, entre ilusión y realidad.
Esto lo descubrirán y sufrirán en carne propia el teniente Piragov y el joven pintor Peskarev, dos amigos que transitan despreocupadamente en la narración de Gogol por la gran vía del París de Rusia, la Perspectiva Nevski. Ambos tendrán un desafortunado encuentro con mujeres de ensueñs, una rubia y otra de pelo oscuro. Cada uno empieza entonces a seguir a su favorita y a partir de ese momento se separan sus caminos y sus vidas.
La de pelo oscuro cautiva al pintor Peskarev, se le parece a Bianca, una bellísima modelo de El Perusino. Le parece una criatura inmaterial, purísima, “intangible, sutil, plena de olores”, un ángel bajado del cielo.
Mientras la seguía para saber donde vivía “La criatura desconocida que se había apoderado de sus pensamientos y de sus sentimientos volvió de repente la cabeza y le miró. ¡Dios mío!… ¡Qué rasgos prodigiosos!… La maravillosa frente, de una blancura cegadora, estaba sombreada por el magnífico cabello. Una parte de los maravillosos bucles caía bajo el sombrero y rozaba la mejilla, teñida de un fresco y fino rubor producido por el frío nocturno”. Peskarev se derrite de emoción.
La criatura angelical llega al poco rato a un edificio de cuatro pisos donde el pintor “la vió volar…escalera arriba”. Con una dulce mirada angelical sugiere una invitación a seguirla siguiendo y Peskarev la sigue. Juntos se internan ahora en un ambiente que el moralista Gógol empieza a describir con precaución, como si le inspirara un recóndito malestar, un espacio en el que muchos hemos estado y todos conocemos de nombre, pero Gógol no lo menciona. Un lugar que define con las tintas más sombrías, pero no lo menciona. Un lugar de oprobio, un lugar infame del cual no menciona el nombre. Y es aquí, en este pasaje, donde se manifiesta en toda su plenitud esa extraordinaria, inigualable intensidad descriptiva e introspectiva del incuestionable genio del mentado Nikolái Vasiliech Gógol. La escena es impresionante:
“En la sombría altura del cuarto piso la desconocida golpeó en la puerta, que se abrió, y ambos entraron. Una mujer de exterior bastante agradable, llevando una vela en la mano, les salió al encuentro; pero miró a Peskarev de una manera tan extraña y descarada, que éste, sin querer, bajó los ojos. Entraron en la habitación. Tres figuras femeninas en distintos rincones se ofrecieron a sus ojos. Una de ellas hacía solitarios, otra estaba sentada ante el piano y tocaba con dos dedos una especie de lastimera y antigua polonesa, mientras la tercera, sentada ante el espejo, peinaba sus largos cabellos sin pensar en interrumpir su toilette por la entrada de una persona desconocida. El desagradable desorden que sólo se encuentra en la vivienda del solterón reinaba por doquier. Los muebles, bastante buenos, estaban cubiertos de polvo; la araña había llenado con su tela el
friso tallado; por la puerta entreabierta de la habitación se veía brillar la bota guarnecida de espuela y el color rojo del uniforme, mientras una fuerte voz masculina y una risa femenina se dejaban oír sin ningún recato.
“¡Dios mío!… ¡Dónde ha venido a caer!… Al principio no quería creerlo, y se puso a examinar con atención los objetos que llenaban la habitación; pero las paredes vacías y las ventanas sin visillos no revelaban la presencia de ningún ama de casa cuidadosa; los rostros gastados de estas lastimosas criaturas, una de las cuales vino a sentarse ante su misma nariz, mirándole con la misma tranquilidad con que se mira una mancha en el vestido ajeno…, todo le confirmaba que había penetrado en el asqueroso cobijo donde tiene su morada el lastimoso vicio producto de la vana instrucción y de la terrible abundancia de gente de la capital, cobijo donde el hombre pisotea y se ríe de todo lo limpio y sagrado que adorna la vida; donde la mujer, esta gala del mundo, aureola de la creación, se transforma en un ser extraño y ambiguo, que al mismo tiempo que la pureza del alma perdió toda su feminidad, adquiriendo los repugnantes ademanes y el descaro del hombre y cesando de ser aquella débil criatura tan distinta de nosotros, pero tan maravillosa.
“Peskarev la miraba con ojos asustados de pies a cabeza, como queriendo asegurarse de que era la misma que le había hechizado, haciéndole seguirla por la perspectiva Nevski. Ella, sin embargo, aparecía ante él igualmente bella. Su cabello era igual de maravilloso, y sus ojos continuaban pareciendo celestiales. Su frescura era radiante, tenía sólo diecisiete años y se veía que el temible vicio había hecho su presa en ella desde hacía poco tiempo, y que aún no se atrevía a rozar sus mejillas, frescas y ligeramente sombreadas de fino rubor. Era maravillosa. Peskarev permanecía inmóvil ante ella y ya dispuesto a olvidarse de todo, como se olvidaba antes; pero la bella, aburrida de tan largo silencio, le sonrió de una manera significativa mirándole a los ojos. Esta sonrisa estaba impregnada de cierto lastimoso descaro. Era tan extraña a su rostro y le iba tan mal como la expresión beatífica al del usurero o el libro de contabilidad al poeta. Él se estremeció. Abrióse la linda boca y comenzó a decir algo, pero necio y trivial… Se veía que al hombre, al perder la pureza, le abandona también la inteligencia. No quiso escuchar nada. Se produjo de una manera risible y con la sencillez de una criatura. En vez de aprovechar tal benevolencia, en vez de alegrarse de esta ocasión, como lo hubiera hecho sin duda cualquier otro en su lugar, echó a correr como un cordero salvaje hacia la calle”.
La vida alegre, por lo que dice Gógol, es bien triste, y pocos son como él capaces de representar la miseria moral, la “profundidad grotesca del abismo al que arrastra “la podredumbre del vicio”:
“Nunca, en efecto, se apodera tanto de nosotros la piedad como ante la vista de la belleza alcanzada por la respiración podrida del vicio. ¡Si fuera, al menos, la fealdad la que girara con él!… ¡Pero la belleza!… ¡La tierna belleza!… En nuestro pensamiento sólo puede unirse con la pureza y la limpidez. La bella que había hechizado al infeliz Peskarev era ciertamente un maravilloso y extraordinario fenómeno. Su presencia en aquel despreciable ambiente resultaba aún más extraordinaria. Todas sus facciones estaban dibujadas con tal nitidez, toda la expresión de su maravilloso rostro respiraba tal dignidad, que de ninguna manera podía creerse que el vicio hubiera dejado caer sobre ella sus terribles garras. Hubiera constituido una perla sin precio, el universo entero, el paraíso, la riqueza toda de un apasionado esposo, hubiera sido una prodigiosa y plácida estrella dentro de un círculo familiar, y un movimiento de su maravillosa boca hubiera bastado a dispensar dulces órdenes, hubiera aparecido como una diosa entre la muchedumbre de un salón, deslizándose sobre el claro parquet iluminado por el resplandor de las velas, recogiendo la callada devoción de la multitud de admiradores rendidos a sus pies… Pero, ¡ay!, por la voluntad terrible del espíritu infernal que desea destruir la armonía de la vida, había sido arrojada con risa grotesca en el abismo…”
El desafortunado encuentro de Peskarev con la mujer de sus sueños será su perdición.
Al teniente Piragov también le irá mal de otra manera.
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