La historia política contemporánea es categórica con la siguiente lección: la celebración periódica de elecciones es compatible con gobiernos autoritarios. En otras palabras, lo que define a una sociedad democrática no es la organización de elecciones. Esta una condición necesaria, pero no suficiente.
África es un caso ejemplar al respecto. Desde Guinea Ecuatorial y Angola, hasta Zimbabue, Sudán y Angola, gobiernos autoritarios se perpetúan en el poder destruyendo los valores democráticos.
La historia de América Latina también lo ejemplifica. Se celebraron elecciones en el Paraguay dictatorial de Alfredo Stroessner, en la Nicaragua de Anastasio Somoza o en la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo. Elecciones que disfrazaron proyectos de perpetuación en el poder y destruyeron todo intento de resistencia.
Si la celebración de elecciones es compatible con regímenes autoritarios o totalitarios como los señalados, lo son más aún con sociedades como las que emergieron en América Latina tras la disolución de las dictaduras características del continente.
En este tipo de sociedades, el modelo económico se desarrolló “truncado”, creando riqueza material, sin integrar a la mayoría de la población al disfrute de los beneficios económicos, mientras el modelo politico se desarrolló excluyendo a esa misma población de la participación política activa.
Ambos modelos se interrelacionan. El económico crea la exclusión social necesaria para convertir a los ciudadanos en dependientes politicos. El modelo politico sirve para sustentar el modelo económico. Ambos instrumentalizan a las personas, el económico porque convierte al individuo en mero consumidor y en la mayoría de los casos en simple aspirante a serlo. El modelo politico convierte a las personas en meros votantes que creen convertirse con ello en protagonistas del sistema politico.
En la situación descrita, la celebración de elecciones no fortalece las instituciones democráticas, porque las mismas se celebran dentro de un entramado de relaciones económicas y sociales que desnaturalizan la decisión libérrima de la ciudadanía y perpetúan los proyectos de poder en el Estado. Los signos de este entramado son: La pobreza extrema que crea las condiciones para pervertir la voluntad del elector, las relaciones de favor basadas en un empleo o en el asistencialismo estatal, la enajenación espiritual producida por la pobreza, la falta de educación y la carencia de una formación crítica.
Esto explica que politicos corruptos puedan ser los más votados o que funcionarios públicos cuestionables puedan ser reelectos en sus posiciones durante décadas.
Por consiguiente, es ingenuo creer que en estas condiciones las elecciones pueden llevar a cabo una transformación significativa de la sociedad a favor de una mayor democratización de la misma. La asistencia a las elecciones solo servirá como una forma de legitimación social de un modelo democrático desnaturalizado si no comenzamos a crear espacios de resistencia.
Cada uno de nosotros puede contribuir a crearlos desde el pequeño espacio donde labora. El educador, fomentando el pensamiento critico; el comunicador, denunciando las injusticias sociales; los movimientos sociales, organizando a los jóvenes; los movimientos culturales, cuestionando los valores oficiales y todos, presionando para mejorar un sistema educativo que hoy día contribuye, por su ineficacia, a perpetuar el círculo de la pobreza y de la dependencia económica que envilece las conciencias y convierte a la democracia en una farsa.