Estas dos chicas, estudiantes de término de enfermería, ambas con rasgos de raza negra, me contaron de burlas que han recibido en el barrio solo por su color de piel. Una de ellas, mientras estaba en un bus desde su casa al trabajo, llegó a recibir un desagradable improperio, uno que humillaría a cualquier extranjero: – ¡váyanse a su país…! –, solo que ella no tenía porqué irse a ningún lado. De padre y madre dominicanos, nació y vive en los Guaricanos. Su cara redonda, su piel de textura lisa, sin un solo accidente capilar, su pelo ensortijado y recogido en un prolijo moño, dicen a la gente que es una negra, una extranjera. Es una de las que debe irse, ¡ya!

La otra chica me dijo que en una ocasión un compañero de trabajo le habló en creole dirigiéndole una mirada algo tendenciosa. Ella se había quedado sin entender qué pretendía y le miró alzando los hombros. El hombre solo le dijo: – No te hagas… eso es lo que hablan ustedes… –. Ella no conoce el creole, nació en el Ensanche La Fe, sus padres son dominicanos.  Ambas están acostumbradas, me dicen. Ya ni se inmutan.

La señora cajera del supermercado pasaba los artículos que seleccioné. Entre uno y otro bip del lector de precios, me echó una mirada al tiempo que halagó mi voluminoso pelo. Yo no podía estar menos arreglada y solo atiné a sonreírle y agradecerle el piropo. Le dejé hablar y me contó que ella ya no se procesaba el pelo. – ¿Por qué no te lo sueltas?–, pregunté. Me dijo que el supermercado no le permite llevar su pelo al natural. El establecimiento, cada vez más popular entre los consumidores y con nuevas sucursales, repite el mismo perfil entre sus empleadas para el área de cajas. Todas son mujeres que sobrepasan los 45 años –estas dan menos “problemas”: no menstrúan y por tanto no se preñan–, siempre están maquilladas, con el pelo lacio y arreglado, cuando no, en una coleta hacia atrás. La señora me explicó que es una exigencia de la administración que las cajeras estén arregladas del salón de belleza y maquilladas.

La asistente de servicio de aquel banco pasa por un predicamento similar. La primera vez que nos vimos me dijo: – ¡Tú pelo se parece tanto al mío! – Le pregunté si se lo deja suelto, a lo que respondió que solo los fines de semana, agregando de inmediato: – Aquí no lo permiten… –. Lo más gracioso es que el producto estrella de esta entidad está dirigido a la mujer. La publicidad que dedica al mercado femenino es ampliamente difundida, y hasta tiene a una pajonuda en uno de sus anuncios. Sí señores, la publicidad de los bancos apesta, pero eso es otro artículo.

La jovencita de apenas catorce años de edad estaba verdaderamente harta de todo el acoso al que la tenían sometida en la escuela. Entre los compañeros de estudio y en especial una profesora, estaba al borde de la desesperación. Esa tarde se encerró en el baño y decidió poner fin al problema: tomó unas tijeras y cortó todo su cabello. Los hermosos mechones rizos terminaron tapizando el suelo. Cuando su madre la abrazó, llorando con ella e insistiéndole que le contara qué le pasaba, la chica solo pudo decirle que en la escuela la tenían cansada. Le decían que el aspecto de su pelo no es apropiado para ir al colegio, que luce fea con ese pajón, que debe peinarse – ¡recógete esa greña! –. Le contó de la profesora que siempre critica su apariencia, misma que la felicitó al día siguiente de haberse violentado de esa forma en el baño.

Una amiga de la madre le aconsejó ir a las autoridades escolares del distrito correspondiente. Denunciar el acoso, en fin, hacer algo, no quedarse sencillamente de brazos cruzados. Hoy, por temor, la jovencita se niega a identificar a la profesora porque está asustada, la madre solo quiere que no tomen represalias contra su pequeña, y nadie se entera del caso.

Para el pasado mes de junio, catorce mujeres estaban ingresadas en un centro público de salud de Santo Domingo para parir. Estas mujeres casi seguro tenían comprado el clásico “bañito” para sus bebés, alguna ropita nueva, azul o rosadita, según fuere el sexo del recién nacido; pañales desechables, cremitas para limpiar culitos, frazadas, y cuanta cosa les fuera posible comprar. Sin embargo, no pudieron bañar a sus crías, ni ponerles cremitas en la pompitas, menos usaron sus ropitas. Nada de eso sucedió pues los catorce bebés murieron apenas nacer por causas perfectamente prevenibles. Igual suerte corrieron otros once recién nacidos en el Hospital Robert Reid Cabral un fin de semana del año 2014. ¿Alguna autoridad respondió o asistió a las madres del 2014, a las de ahora?  ¿Pasó algo más allá del despido doméstico de algún administrativo?

Las chicas estudiantes de enfermería, la mujer del supermercado, la oficial de servicio del banco, la escolar de catorce años, las madres de los veintiséis bebés fallecidos, y los propios bebes, todos ellos, son la patria. Una patria negra, mulata, mayor de 45 años, una patria que estudia y vive en los barrios. Usa el metro,  toma el autobús y el carro público. Coge fia’o en el colmado y no sabe lo que es un Bentley. La patria es una adolescente que tiene miedo y es una madre que no sabe dónde acudir ante el abuso del mismo sistema que está llamado a proteger a su prole. La patria es una mujer que no puede peinarse como gusta en su trabajo, porque su pelo es un rasgo muy marcado de su herencia genética y eso hay que esconderlo en lo posible. Y con más dolor, la patria son las madres que salieron a parir y regresaron a sus casas con sus brazos vacíos y el alma rota. La patria es mucho más gente que no cabe en este escrito. Son muchos hombres y muchas mujeres que no tienen quién escriba su historia.

¿Son distintas? ¿No tienen qué ver una con otra? No lo creo. Estas historias son mi patria, en ellas hay abuso, sacrificio, pobreza, discriminación, desprotección. Sin embargo… hay otra patria, una diseñada para dividir y amedrentar. Es una que surge como discurso en labios de unos cuantos que hacen mucho ruido. Es portátil y conveniente. Sale publicada en las portadas de los periódicos y su objetivo es poner a todos a hablar de ella. Esta patria está alimentada de odio y prejuicio sostenidos por décadas, sufre de nacionalismo crónico agudo. Aliena a las personas y las pone una en contra de la otra. Esta patria inventada llega, deposita su veneno nacional y se aparta solo un poco para observar como la gran mayoría se disuelve entre el insulto y el desprecio.

Es penoso que esa gente que cree y promueve esa patria de mentiras, primero, no les interesa ni el presente ni el futuro de la mayoría, no les importa la miseria de los protagonistas de estas historias. Les pasa de largo lo que ocurra con los estudiantes, con la clase trabajadora desprotegida, con las madres que acuden a nuestro sistema de salud pública, colapsado y arruinado por la corrupción. Ellos no harán propuesta para mejorar la patria cierta, para ella no tienen discurso, menos acciones. ¡No les importa nada! Sin embargo, en la patria verdadera, que es mayoría frente a aquellos que se inventan una en peligro, hay muchos que eligen creerles su cuento de odio, y desde el odio nada bueno puede surgir.