Julián Marías, en su libro “El intelectual y su mundo”, propone dos funciones de las universidades: su papel como institución de servicio público, lo que según él la emparenta con otras entidades del estado, y su función de generar espacios de saberes. Si las instituciones de servicio de un país colapsan, “la vida intelectual” que se supone respira al interior de las universidades pierde su soporte.
Ese derrumbe de los cimientos institucionales parece que va generando un “debilitamiento” de la Academia que desdibuja los perfiles de una institución de educación superior hasta dejar una entelequia docentista a pena sostenida en aulas atiborradas de jóvenes, que huyen del libro, de los espacios de discusión de ideas, de la investigación y la participación social.
Pensar que esta enfermedad solo afectará a los establecimientos educativos estatales es una ingenuidad a veces, y otras una mala fe. El detrimento sufrido por la educación pública acusa un incremento en las instituciones privadas. Aunque nadie quiere mirar a ese “cajón de sastre”, la proliferación de pseudo-universidades constituidas sin ninguna propuesta curricular, con planta física poco menos que una escuelita rural, con salarios tan deprimidos que no pueden siquiera demandar calidad docente, es una realidad tapada con el dedo meñique. Aún las “grandes marcas académicas” dominicanas están caracterizadas por ese menoscabo.
Pero la que más resiente de los ataques es la universidad estatal. Nadie puede negar que se ha alejado de su papel (crítica, de masas, abierta, popular). Sin embargo, la diatriba social, azuzada por pescadores del mar revuelto, funcionarios de instituciones aún más descalabradas, vocingleros, ingenuos y egresados tuertos, no propone soluciones sino apocalípticas. Agoreros, son capaces de aplicar la “cura” de su destrucción definitiva, la privatización del conocimiento.
Eliminar el acceso a una profesión, matar la posibilidad de un equipo de académicos al servició del desarrollo nacional, es un acto de cobardía. Lo que debemos demandar es que esa entidad, recuperada de sus vampiros, cumpla con estas y otras funciones para la que existe, inserta en las estrategias de desarrollo nacional sin renunciar a su consciencia crítica. De las más altas instancias ha habido la insinuación de otra universidad estatal, como si esta no existiera. Quema tu casa para edificar con cenizas, parecen decir esas “inteligencias”.
La función docente es, sin dudas, una de las bases para la trasferencia de conocimiento; Sin embargo, esta transferencia sería imposible sin la investigación, no solo institucional, sino individual, del docente mismo. Cada profesor debe actualizar su pensum. Nadie puede dar lo que no tiene. Pero el docentismo que obliga al profesor a agotar cuarenta horas presenciales (¡!) le impide el espacio de ocio productivo para la lectura y la auto-formación.
Mientras a cada segundo se mueven los paradigmas de todas las disciplinas, el docentista continúa con sus fichas anacrónicas, y cuando las “actualiza”, pírricamente ha tenido que robar tiempo a su salud y a su familia (está pendiente estudiar la prevalencia de enfermedades cardíacas y muertes entre estos profesionales), sin garantías de que el esfuerzo le dará movilidad categorial.
Peor aún, dentro de la academia pululan enemigos del conocimiento, padecen epistemofobia. Esta enfermedad se manifiesta en un cerco ideológico contra todo aquel que pretenda trabajar su propia formación. Así, los intelectuales académicos, llamados a constituir la consciencia crítica institucional, se ven reducidos a un ghetto que a veces realiza tertulias extramuros, publican artículos y libros o coinciden en la última librería de la ciudad.
Los epistemófobos no se aproximan allí donde se discute alguna arista del conocimiento. No son muchos, pero el deterioro de las instituciones les ha generado espacios de poder y crecimiento. Las universidades lo cobijan. Mientras más se alejan estos establecimientos de su función social y de generación de saberes más prolífera el virus que crea esta enfermedad. El saber no puede, y el poder no sabe.
Los epistemófobos son buhoneros del conocimiento, taxistas de la cátedra. Como tales, se organizan con más facilidad que los investigadores, docentes, actores sociales, profesores críticos, lectores, scholaris que con esfuerzo designan una parte de sus ingresos al libro, y una parte de su ocio a la lectura y remozamiento de sus programas docentes. Pero el buhonero está al acecho de cómo insertarse en los procesos no-académicos para continuar con sus ofertas vacías de contenido.
La sociedad no responde con soluciones a estos males que generan el círculo de la mediocridad y conducen a la cualquierización de las funciones públicas. Solo se concentra en cuestionar de forma irracional a la Universidad Estatal confundiendo la rabia con el perro y jugando el juego de los que vislumbran mejorar sus negocios con el cierre de la educación pública superior. Y adentro, el ágrafo se frota las manos pues ve al docente de verdad sin respaldo social.
Queda la pregunta: ¿Adentro y afuera quiénes vamos a refundar una Universidad Autónoma de Santo Domingo Participativa?