El ya tradicional reporte que cada año da a conocer el gobierno de los Estados Unidos con la lista negra integrada por los países sindicados como principales productores por un lado y mayores vías de tránsito por otro, vino acompañada en esta ocasión de una inesperada y amenazadora advertencia a Colombia que afectaría de manera significativa el monto de la ayuda económica y técnica que ha venido recibiendo por parte de Washington.

En el reporte se le reprocha el país sudamericano, que ha sido el más firme colaborador de los Estados Unidos en el combate a la droga, estar incumpliendo los compromisos asumidos en este sentido, al no aplicar con suficiente energía y amplitud las medidas encaminadas a frenar la producción de los poderosos carteles,  en especial de la cocaína.

No ha perdido tiempo Juan Manuel Santos en rechazar las imputaciones del informe. Utilizando un inusitado tono enérgico, el mandatario colombiano no solo rechaza las imputaciones que contiene el informe, sino que afirma que Colombia ha mostrado mayor firmeza y pagado un precio mucho más elevado que los Estados Unidos en el combate al narcotráfico.  Sin dudas, le asiste razón.

Por más que Donald Trump ha llevado a la Casa Blanca un estilo verbal muy agresivo  en el campo de las relaciones internacionales, no deja de extrañar esta inesperada y amenazadora crítica al que ha sido hasta ahora su más consistente aliado en Sur américa, no solo en el combate al narcotráfico.

Colombia ha sido también una ficha política clave de freno y equilibrio frente a la presión de gobiernos hostiles a Washington como lo son Bolivia y Venezuela, y lo fueron anteriormente Brasil, en cierta medida hasta la destitución de Dilma Rousseff, y Ecuador y Argentina, antes de las últimas elecciones, que en el primer caso llevaron a un inesperado distanciamiento del actual presidente con su antiguo mentor, el belicoso Rafael Correa, y en el segundo, la salida del poder de Cristina Kirchner.    A partir de este informe, queda referido  al tiempo la forma futura en que se desenvolverán las relaciones entre los gobiernos estadounidense y colombiano.

En cuanto a la inclusión de nuestro país en el listado de los que son utilizados con mayor frecuencia como corredores para el paso de la droga hacia territorio estadounidense, no añade nada nuevo en esta ocasión a los reportes anteriores.

Y en este sentido, es válido recordar por nueva vez a las autoridades estadounidenses que un análisis, justo y sereno, conduce a la conclusión de que somos nosotros los principales dolientes y perjudicados, y con mayor derecho a queja.

Es a partir del boom del consumo de drogas en el mercado norteamericano, con decenas de millones de usuarios, que la República Dominicana se convirtió en punto de mira para ser usado como corredor  por su proximidad geográfica a los Estados Unidos y la obvia limitación de recursos de que disponemos para hacer frente al enorme poder de que disponen los grandes carteles del narcotráfico, que mueven cientos de miles de millones de dólares anuales, buena parte de los cuales son lavados a través del sistema financiero y comercial estadounidense. 

A partir de entonces hemos tenido que pagar un elevado costo por ese motivo.  Hoy ya no solo somos vía de tránsito sino que tenemos la droga metida hasta el tuétano, con todo su cortejo de crímenes asociados: significativo aumento de la delincuencia; lavado de dinero sucio; lucha de pandillas por el control del negocio; presencia antes inexistente del sicariato y los asesinatos por encargo; proliferación del micro-tráfico barrial en disputa por los puntos de venta;  incidencia en la política y la economía. 

Si bien hemos recibido ayuda de los Estados Unidos para fortalecer nuestra capacidad operativa contra los carteles, la misma ha sido muy limitada y a todas luces insuficiente, lo que nos ha obligado a gastar recursos requeridos para cubrir otras necesidades.  Dentro de ese marco, hacemos lo que podemos.  Los reproches en todo caso pueden transitar en doble vía y partiendo de un hecho contundente e innegable: el narcotráfico crece al ritmo que lo hace el voluminoso mercado norteamericano de consumo. 

Los Estados Unidos, como oportunamente acaba de imputarle el director del DNI, Sigfrido Pared Pérez, son el país de más elevado índice de consumo de drogas en el mundo, sin que al parecer su gobierno ponga mayor empeño en reducirlo.   Y perseguir la extensa red de grupos mafiosos encargados de la  distribución en su territorio es de su exclusiva responsabilidad, donde no luce tampoco que estén haciendo significativos progresos.   En tanto sus fiscales y tribunales, de lo cual tenemos evidencia,  se muestran continuamente proclives a llegar a acuerdos con los narcotraficantes con sentencias reducidas que los devuelven a las calles en mucho menos tiempo del que debían permanecer bajo encierro. 

Son realidades que no reflejan los informes con que periódicamente Washington reparte culpas ajenas y, en cambio,  evade y silencia las suyas, recreando la conocida máxima con que Jesús fustigó la hipocresía  de “ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio”.