La tribalización cultural parece inventar un planeta enfermo. El entendimiento no tiene que ver solamente con otra mercadología política, sino con cuotas económicas, o islas de poder amoral. Islas mercenarias donde no cuenta el pueblo. Hacen falta nuevos neologismos para intentar comprender lo incomprensible.
Todos los ministros de cultura son iguales. Salen del vientre insaciable del mismo partido. Estos personajes intocables no entienden de comunidad. No conocen el diálogo. Siento pena por las inocentes madres que parieron a estos desafortunados compatriotas de la desventura ciudadana. Para estudiar su metamorfosis, el partido es el mismo instrumento pervertidor. Se premia la mala administración con otros nombramientos disfuncionales. Un pueblo manso paga cerrando los ojos y bailando bachata por tanto latrocinio.
A propósito de genialidad, hay un cuentista olvidado que pinta una unión falsa. Si estuviera vivo, se hubiera vacunado contra la banalidad de tantos reconocimientos o se hubiera exiliado otra vez. Todos los partidos políticos actuales tienen su origen en su amor por la libertad. Todos están juntos aunque nos hagan creer que duermen en camas separadas. La promiscuidad es el esperanto obligatorio del presente. Todos son tan geniales que lo niegan.
El insigne seguidor de Hostos sigue siendo el santo de las veladas solapadas de la cultura del caprichoso fascismo. El estandarte es falso. Los amantes no son los mismos ni la servidumbre intelectual es más ridícula. Siento lástima por ellos porque no se pueden negar a besarlos a cada segundo hasta desarrollar una piel asquerosa y un olor rumiante. Para tanta simulación hay que crearle un perfil culto a los traidores, aunque alguno haya escrito una novela anónima y sea más español que el padre las Casas y más voraz que Nicolás de Ovando.
La feria colonial de la ausencia le salvó el moro metafísico a estos fantasmas de la patria invertebrada. La feria de España es la negación de las mujeres y la fosa común de la diáspora.
Es el negocio de una isla fálica. La máscara presidencial que los protege es la misma. Es la mermelada que nos tranquiliza. Todos se entienden muy bien con la hispanofilia. Todos pagan por una antología para que los perros no ladren fuera del patio de los mangos bajitos. Creen que somos un circo rico en la indignidad. Ya no nos abochornamos por nada.
Todos los ministros obedecen al rey de España y al imperialismo norteamericano o nos hacen creer que son liberales. Todos, incluyendo amigos y familiares, viven del erario público. Nadie los cuestiona. Cualquier crítica social permanece en la intimidad. El pueblo desconoce su rol en esta lucha de cuchillos finos que suenan en la oscuridad. Una máscara pelea contra la otra para hacernos creer que hay un Caín contra un Abel que también aumenta la deuda pública hasta el infinito. El feudo es el mismo. Se diferencian por el nombre y por las huellas digitales.
Si hay un ministro de piel clara, su conducta consiste en cebarse contra otro arquetipo de ultramar incapaz de renunciar porque la cultura diaspórica es otro reparto feudal sin memoria. No somos blancos. No somos obedientes, excepto aquellos que vendieron su alma al diablo por dormir en La Casa Verde de aquí o en la de allá. Hay un túnel metafísico que une estas dos capillas ardientes, sordas y mudas. El Chapo por lo menos vende camisetas para resistir el olvido. Nuestro sistema no es oficialmente fallido ni hay un Sicariato amoroso en el poder corporativo. Somos una democracia limpia, pura y obediente. La carne seca del 4% para la Educación tuvo la suya. Hoy es otra miel al servicio del proselitismo.
Todos los ministros, a excepción de uno, haitianizaron la cultura en el exterior. Nos tienen miedo porque descubrimos que somos negros o mulatos aunque la confusión histórica entre las dos fragmentos de la isla indivisible floten sobre el silencio. No nos duele ser negros. Nuestra mirada es soberbia. Es una lucha social, política y racial. Convirtieron a los nacionales en víctimas de sus ambiciones.
Solo durante el reinado extraordinario y abundante del mercadólogo, Dr. Rafael Lantigua, la diáspora tuvo una carpa en la Plaza de la cultura que nos legó el Dr. Joaquín Balaguer. Su lugar en el histórico Frente patriótico nacional lo protege de los negros y le abre un nicho en el panteón nacional de los héroes. ¡Cuánto júbilo por una batalla simbólica! Unos cuantos libros colgaron de una soga de cabuya. Hubo una cena sin apóstoles y sin un Cristo inútil. El feudo del Cabildo del 2005, que nació bajo el desamparo de la televisión, nos entregó las llaves falsas de una ciudad vacía que nunca nos ha visto leer ni escribir. Ni siquiera somos extranjeros de verdad, aunque ya estamos listos para un regreso utópico y triunfal al reino de la nada.
El Comisionado, que fue aliado del magnánimo y sonriente, Dr. Rafael Lantigua, luchó con denuedo por esa carpa, aquel menú, aquel hotelito limpio y sabroso que sumergió la literatura del exterior en una melancolía azarosa y puta. No nos avergonzamos por tanta mediocridad dulcificante. No teníamos derechos reservados para ilusionarnos con la igualdad de un orgasmo culto. Esa reducción de nuestra importancia tuvo como propósito ocultar que traíamos algo nuevo: Una literatura que se expresa de otro modo y que no respeta altares. El legado de esa extraña dictadura tiene como objetivo desaparecernos después de haber atentado contra nuestra supervivencia en el exilio interior.
Si pudiera reconocer a alguien por sus méritos profesionales y su humanidad, pondría en esa balanza al filósofo Alejandro Arvelo y al legendario poeta, maestro y gestor cultural, Mateo Morrison, este último porque su pasado, su color, su apellido y su historia beligerante, siguen siendo un referente obligado para rechazarlo a la hora de imaginar otro paisaje. Mateo debió haber sido ministro de cultura hace 20 o 30 años. El maestro Alejandro sigue siendo un estandarte de la cultura que no toman en cuenta los mismos porque la politiquería ha destruido nuestra imaginación.