En tiempos de mi niñez y adolescencia, los mendigos, en su mayoría, se erigían como verdaderos personajes que cumplían la función de poner a prueba el sentido de hospitalidad y a su cónsona, el sentido de solidaridad, a un segmento de las comunidades. Esta condición de alguna manera los importantizaba. Los lugareños les proporcionaban alimentación, confort y cariño. Y el deceso de cualquiera de ellos/as constituía motivos de auténtico dolor y pesar, pues eran parte del mundo cotidiano. Sin embargo, hoy día los mendigos están colgados en el limbo de la indiferencia. ¿Qué nos ha hecho tan indolentes y ciegos ante la debilidad de nuestro sistema de salud y servicio social?
La sociedad es víctima, en el presente, de cambios adversos a la condición humana. Parece que el extravío de la generosidad adquiere categoría de epidemia. Todos estamos contaminados de ella. Médicos, enfermeras y el personal técnico de salud ni siquiera se inmutan mientras una vida se esfuma frente a ellos. Tal aparenta que el juramento hipocrático, aquel que los profesionales de la salud hacen al licenciarse, pasó de moda o a mejor vida.
Si esto acontece con personas que por vocación y ética profesional están obligados a mostrar preocupación por las calamidades de la subsistencia humana, ¿Qué crees pasará con el resto de la población con formación limitada y que además tiene que pulular por los vericuetos de la miseria para sobrevivir?
Estas disquisiciones vienen a cuento porque finalizando el año 2014 un hombre como Rubén, que mendigaba en el parque Ercilia Pepín, frente al Hospital Universitario José María Cabral & Báez, en Santiago, falleció afectado de anemia crónica, de acuerdo a reportes de la forense Kity Almonte, quien certificó la muerte de Rubén.
(Para darles una idea del contexto donde ocurrió dicha muerte, el Cabral & Báez es un centro universitario donde reciben docencia y práctica estudiantes de medicina egresados de diversas universidades nacionales, públicas y privadas. Esta institucion, uno de los complejos de salud más grande de nuestro país, es como Nueva York que “nunca duerme”).
La información del deceso se difundió por diferentes medios de prensa, entre ellos El Caribe y El Jacagüero, quienes dan detalles de que el indigente permaneció varios días interno en el Departamento de Cólera del Cabral & Báez y que, el viernes 12 de diciembre pasado, se escapó del centro de salud. Rubén, de aproximadamente 60 años, murió mientras permanecía sentado en uno de los bancos del parque. De modo que estudiantes y profesionales de la salud, así como visitantes del centro hospitalario, pasaban frente a él, día y noche.
El cadáver del pordiosero fue trasladado al Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF) para los fines correspondientes. Los técnicos de la Policía Científica, quienes tomaron fotografías de la escena, ni siquiera se molestaron en hacer la más mínima indagatoria sobre las condiciones en que ocurrieron los hechos. El cuerpo del delito estaba ahí, lo mato la anemia, eso es todo. ¿Para qué molestarse buscando otro culpable?
La muerte de un indigente por inanición, no es un acontecimiento insignificante. Deja en evidencia, entre otras cosas, las profundas deficiencias del sistema de salud y servicios sociales. Y, por encima de todo, constituye un llamado a toda la población a “enjuaguarse sus ojos con colirio” para que la indigencia se haga visible y no pase inadvertida.