El término “orgía” refiere a un desenfreno en la satisfacción de un deseo o una pasión. El título de este artículo obedece al desenfreno actual en la satisfacción del deseo de ser autor. Cuando Umberto Eco habló que las redes sociales virtuales habían sido invadidas por una “legión de imbéciles” (La Stampa, 01-06-2015) no estuvo lejos de la verdad. Aunque voy atenuar el epíteto y hablaré, con más mesura, de una orgía por ser autor. Internet ha dado la oportunidad para que cualquier persona que se lo proponga, independientemente de su trayectoria académica e intelectual, publique lo que desee o al menos, se vea en la necesidad de dar a conocer de manera imperiosa lo producido por otro como cosa suya. Hay un desenfreno por el mérito de ser reconocido como partícipe de un proceso creativo que busca situarse en lo común.

Es claro que la masificación del acceso a internet quebranta los procesos y dispositivos de rigor que había que solventar para dar a la luz pública algún trabajo intelectual. Antaño la calidad de las publicaciones la establecía, en primer orden, el editor y la industria editorial. En la actualidad, estos controles institucionales han desaparecido o se han reducido al mínimo. Ya no importa la novedad o la originalidad de un planteamiento para darlo a conocer a la opinión pública o a los lectores del momento; lo que importa es la soberana voluntad del deseo personal por publicar y ser reconocido como autor.

En muchos casos no importa la calidad académica ni el rigor intelectual de los textos publicados, lo que importa es el mero hecho de “publicar”. En más de una ocasión me he salido de conferencias en donde el “gurú” de turno posee más de noventa publicaciones entre libros y ensayos académicos. En un cálculo rápido entre la edad aparente del conferencista y la cantidad de publicaciones “expertas” que señalan en la presentación, como que los números no dan o este señor inició en la carrera editorial siendo un imberbe preadolescente. Ello si pensamos que un libro bien pensado podría tomarse al menos año y medio para gestarse, desde la primera idea hasta su puesta en circulación.

Miremos el mismo fenómeno desde otro ángulo: las redes sociales virtuales. Si realizamos el propósito de “ver” cada uno de los memes y videos que “comparten” durante el día los miembros de un grupo, profesionales o no, seríamos incapaces de dar cuenta de todo el material recibido. De igual forma, si leyésemos todas las “cadenas” e informaciones “importantes” que estoy conminado a leer y “pasar hacia adelante” (con amenaza de alguna maldición si no lo hago), fácilmente leeríamos varias veces “La Crítica de la Razón Pura” a la semana.

Estamos en la era del pasar a otros lo que he recibido. Ya no es el “pasote” postmoderno al que nada le importa ni le viene, sino que ahora es el “deixar rolar” (dejar correr) lo que me llegó en términos de videos, memes u otra información basura a través de las redes sociales virtuales. Parece un pecado mortal ser el “antichévere” que corta una cadena o no da “pa´ lante” al video que mandaron.

No se crea usted que estamos hablando únicamente de chabacanería o mojigangas entre vagos, no. También las comunidades WhatsAppianas de intelectuales se dan el gusto de enviar sus “memes” o sus videos cargados de cierta aureola de complejidad.

De ningún modo me animo a ser tan polémico o tan radical como Umberto Eco en su opinión de internet y las redes sociales. Tampoco planteo lo que Jurgen Habermas ha afirmado recientemente sobre la fragmentación del discurso en la era digital, lo que le resulta incapaz de producir “opinión pública” y sobre lo que estoy muy de acuerdo.

Mi planteamiento viene por esta sensación que descubro en la gente asidua al WhatsApp: el irremediable bólido de querer compartirlo todo y ser el primero en llevarla a un grupo cuando no se puede ser el primero en subirla a la red. La orgía por ser un autor, darse a conocer a través de una obra, propia o ajena, a los ojos de los demás no permite la trascendencia desde la inmanencia, solo apariencia.