En pleno siglo XIX Pedro F. Bonó fue el primero en reconocerlo y enarbolarlo como paradigma. En el país todo lo que fecunda y se desarrolla es fruto de la iniciativa individual, léase bien: no de las autoridades gubernamentales.
“Todo lo verdaderamente bueno que observo se ha hecho o está en camino de hacerse, fue o es debido a la iniciativa de los ciudadanos, nada se debe a los gobiernos… Ellos (los gobiernos) sólo aparecen en el movimiento y desarrollo del trabajo del dominicano, como barrera sistemática.”
Ante los ojos del ilustre francomacorisano se sucedían gobiernos, todos ellos sin mayor control del territorio nacional; y las leyes resultaban ser tan infelices como las del gobierno de Báez con su intención de monopolizar el negocio del tabaco durante la cosecha de 1856-1857.
Bonó estaba consciente que la campiña y la población dominicana pasaron, de un estado de literal abandono, a uno de relativo auge y prosperidad por medio de la economía del tabaco. Esta marcó la gran diferencia en la historia social dominicana. Más que por su esplendor económico, por la viabilidad normativa de las “redes de apoyo e intercambios sociales” (“social networks”) que por primera vez en la historia patria instituyeron una organización social sostenible. Legión de laboriosos individuos anónimos que lograron instituir la sostenibilidad de un novedoso ordenamiento social en la región cibaeña; y dicho sea de paso, sin saberlo, de cara al futuro del país.
Dada la relevancia de ese punto para la identificación del código cultural de la nación dominicana, subrayo a seguidas las tres principales características del ordenamiento social de la pujante sociedad tabacalera.
La primera característica ya la adelanté. Todo el ordenamiento de dicha sociedad depende –exclusivamente— de la iniciativa de un conjunto de actores a título individual ligados entre sí por una intrincada red de apoyo y de intercambios sociales. Eso significa que no viene legitimada por alguna iglesia o ideología política y tampoco por costumbres o tradiciones locales. Ni surge de, ni está avalada por la riqueza económica de la población local. Tampoco se desarrolla bajo la protección y el liderazgo político de algún caudillo o benefactor salido de la guerra restauradora. Bien por el contrario, si algo es sobresaliente en dicha iniciativa y sus subsecuentes redes es la ausencia de liderazgo político de parte de los cosecheros y comerciantes de tabaco, así como la total ausencia de respaldo gubernamental y el fugaz apoyo partidario de uno u otro color.
La segunda característica se fundamenta en la anterior. Las redes de apoyo e intercambios fueron socialmente incluyentes. Abarcaron, desde la base social en cada conuco cibaeño, hasta las casas matrices oriundas de Alemania y de España. Esa capacidad de integración subordinó ambiciones e intereses particulares hasta relacionar de manera eficiente a todos los actores rurales y semiurbanos de aquel entonces en el Cibao en la consecución de un solo objetivo común: producir y exportar la hoja de tabaco negro dominicano.
Pero, ¿cómo se logró esa coincidencia y articulación de ambiciones e intereses en un solo esfuerzo común? La mejor explicación a esa difícil cuestión viene dada por la tercera característica del orden social regionalmente establecido.
Aquellas redes lograron la integración de todos los actores con un mismo propósito en la medida en que valoraron el carácter subsidiario de cada una de las redes que interviene en el proceso. Este hecho explica cómo pudo lograrse tan compleja integración sin que se recurriera al uso de la fuerza, de la autoridad gubernamental o de poder alguno. No se trataba únicamente de que los más diversos actores formaran parte de un todo más complejo, sino que cada uno de ellos interviniera armónica y subsidiariamente para jugar un rol necesario, indispensable y consecuentemente valorado moral y económicamente en la consecución del objetivo común. Así se logra una versión caribeña a la división social del trabajo de Durkheim.
Producir y comercializar la hoja de tabaco implicaba que cada cosechero de tabaco integrara la mano de obra familiar y la de sus jornaleros agrícolas, en su minifundio, y que, fuera de su predio, interactuara con un intermediario o corredor. Cada uno de estos se relacionaba con un grupo de productores a nivel de finca con el propósito de financiarles (adelantar dinero contra cosecha) y/o comprarles su cosecha; adicionalmente, también se relacionaba con un comerciante dueño de algún negocio o almacén local que lo dotaba de dinero en efectivo para que le garantizara y comprara la mayor cantidad de quintales de tabaco. Cosecheros e intermediarios se vinculan también con los transportistas cuya responsabilidad consistía en trasladar la mercancía en recuas a los almacenes locales. Ahí los serones de tabaco, cada dueño de almacén, con la intervención de sus peones de almacén, manipulaba la hoja de tabaco antes de venderla y transportarla ya empacada a las compañías o firmas exportadoras.
Los recursos para financiar y comprar toda la cosecha de tabaco lo garantizaban en aquel entonces los comerciantes internacionales de Alemania, Holanda, Inglaterra y de la colonia danesa autónoma de Saint Thomas, todos ellos asentados en Puerto Plata, al frente de sus respectivas compañías exportadoras. Esas firmas hacían las veces de puente entre la hoja de tabaco del productor criollo y los manufactureros o casas matrices en Europa. Los manufactureros, a modo de principio y fin de toda la operación, adelantaban el dinero que por manos interpuestas llegaba a cada almacén, corredor y productor agrícola para comprar la cantidad de tabaco requerido para –antes de reiniciarse la misma actividad circular– satisfacer la demanda de sus respectivos clientes.
Ese complejo sistema circular de redes interpersonales permitió la intervención de cada actor, supliendo al predecesor y al subsiguiente en la cadena por medio de la cual se intercambiaba tabaco por dinero. El interés o beneficio de cada actor se cifraba, tanto en la oportunidad laboral, como en los respectivos beneficios provenientes de un salario o de una comisión generada por cada venta de la hoja de tabaco a una casa matriz.
Para ilustrar la dimensión de esas redes de apoyo y de intercambios personales, recuérdese que Bonó calculó que en la cosecha de tabaco de 1882 participaron directamente unas 150,000 personas en el Cibao. El cálculo parece exagerado. No solamente si recordamos que en 1812 se estimaba una población total de 63,000 personas en la colonia española de Santo Domingo, y en el año de la independencia nacional solamente un total de 126,000 pobladores; sino en particular si tomamos en cuenta que Hoetnik calculó que la población total del país, en 1871, oscilaba entre 150,000 y 201,700 habitantes. No obstante la evidente discrepancia, lo que hay que retener para fines de esta exposición es únicamente que el impacto de la economía tabacalera incidía en un gran porcentaje de la población cibaeña.
Ahora bien, una vez expuesta una visión de conjunto de la organización social que avala la actividad tabacalera, retomo la cuestión de fondo relativa al ADN o código cultural dominicano y pregunto: ¿Por qué el tabaco no sólo “es” en pleno siglo XIX, sino que de acuerdo a Bonó también “será” en el futuro “el verdadero Padre de la Patria para aquellos que lo observan en sus efectos económicos, civiles y políticos”?
Por motivos de espacio, responder esa cuestión será tarea de un próximo trabajo.