Pocos opinantes dudarían de la importancia de preservar nuestro patrimonio histórico. Lo reconocen como un activo esencial para que las nuevas generaciones puedan desarrollar una “conciencia histórica” que sirva de sustento a su identidad y de argamasa para la unidad nacional. La Ley No. 492-69 especifica en detalle lo que debe ser cuidado. Pero ni los gobiernos ni el sector privado aportan los recursos que requiere su conservación, habiendo medios y formas de hacerlo.
Anualmente, el capítulo dominicano del Consejo Internacional de Monumentos y Sitios, ICOMOS, advierte que parte de ese valioso patrimonio esté en peligro de perderse. En diciembre pasado reiteró su “demanda por una mayor atención y cuidado a los monumentos y sitios. La labor de rescate y protección del patrimonio debe ser continua e incluir un componente social que lo inserte en los procesos de desarrollo de las comunidades y es clave implementar programas culturales y sociales que le aporten nuevas dinámicas para su conservación.” (https://acento.com.do/2018/opinion/8636355-nuestra-nacion-peligro/)
Pero esta única voz clama en el desierto frente a la desidia de los responsables del rescate. A pesar de que la Ley Noo.41-00 que creó el Ministerio de Cultura le asigna, en sus artículos 2 y 44, una responsabilidad directa al Estado en materia de conservación del patrimonio cultural e histórico, la tarea prácticamente no recibe atención. El Art. 93 de la Constitución obliga al Congreso a “disponer todo lo concerniente a la conservación de monumentos y al patrimonio histórico, cultural y artístico”, pero tampoco este actúa en consecuencia. Instituciones tales como la Academia Dominicana de la Historia, un doliente institucional, ni se ocupa.
Recientemente, sin embargo, quien escribe descubrió otro tipo de patrimonio que podría resolver el problema. Se trata del enorme inventario inmobiliario que posee el Estado en la Ciudad Colonial. Un listado provisto por una dependencia del Ministerio de Cultura incluye 93 propiedades que, si se tasaran y vendieran, podrían constituir un “endowment” suficientemente rico como para proveer los recursos necesarios para la preservación de nuestro patrimonio histórico a nivel nacional. Un estimado grueso supondría un tesoro de US$100-150 millones por la venta de esos inmuebles.
Esta idea no es nueva. El presidente Balaguer creó, por Decreto 220-93, un Patronato de la Ciudad Colonial que debía manejar el inventario inmobiliario para, con los recursos provenientes de su administración, financiar las obras de conservación necesarias. Balaguer también creó un Fondo para la Protección de la Ciudad Colonial y un Instituto de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, el primero para ejecutar la obra de conservación del patrimonio físico y el segundo para defender y conservar el idioma español. Tanto el Patronato como el Fondo están adscritos al Ministerio de Cultura, mientras el Instituto esta adscrito a la UNPHU. Todas son dependencias estatales que no han logrado el control del referido inventario y ya ni siquiera lo intentan.
Independientemente de que estas entidades pudieran hoy considerarse anacrónicas, lo valido y vigente es que el susodicho patrimonio inmobiliario sigue ahí en las manos pasivas del Estado y que, con escasa imaginación podría concebirse como la clave para restañar las heridas abiertas de nuestro patrimonio histórico. Estos inmuebles clasifican hoy día en tres categorías: 1) los que han sido asignados a usuarios institucionales, 2) los que están arrendados a particulares, y 3) los que languidecen sin uso y se encuentran supuestamente en proceso de restauración. Pero se reporta que son apenas 9 los que son manejados por el Fondo y que los títulos de propiedad descansan en las inestables manos de Bienes Nacionales y tal vez de CORPHOTELS.
Obviamente, la tarea de tomar posesión de estos inmuebles con fines de realizar su venta sería un reto que requeriría de una firme voluntad política. Algunas de las asignaciones podrían convertirse en donaciones porque el Estado esté interesado en apoyar a los usuarios institucionales, aunque habría que racionalizarlas. Otras entidades tienen escasa actividad y podrían compartir su sede con otras, mientras algunas podrían comprar el inmueble que ocupan. Hay propiedades que tienen un valor histórico muy singular y habría que imponer controles muy estrictos sobre los compradores para garantizar su preservación (p. ej. los palacios de Borgella y Consistorial). Pero hay otras que tienen un uso comercial que no debe gestionar el Estado (p. ej. los tres hoteles del recinto).
Sería una negligencia delictuosa permitir que el inventario inmobiliario que puede salvar nuestro patrimonio histórico continúe en el limbo actual. La propuesta de quien escribe es que se cree por ley un Fideicomiso del Patrimonio Histórico (FPH) a quien se le asigne el inventario, incluyendo los títulos de propiedad, con el encargo de realizar su venta y/o disposición final. Los estatutos del Fideicomiso deben garantizar el manejo idóneo de la dote resultante a fin de que se puedan devengar los recursos necesarios para el cumplimiento de su misión. Para evitar que este pueda ser cooptado por intereses políticos se designaría un consejo directivo con una membresía mixta. Los miembros podrían ser ICOMOS, INTEC, PUCMM y los ministerios de la Presidencia y de Cultura. El consejo escogería por concurso público un Director Ejecutivo.
Ahora bien, para establecer el alcance de sus intervenciones el FPC tendría que, juntamente con el Ministerio de Cultura, establecer una política de conservación del patrimonio histórico y un plan estratégico que guie su accionar. En vista de que a dicho Ministerio le interesa también rescatar y preservar el patrimonio cultural, podría pensarse en una hibridación de las operaciones a fin de aprovechar los recursos del FPH con ese encargo adicional. Si tal ampliación de la misión institucional fuese posible, deberá diligenciarse que el patrimonio del COPRA (del Banco Central) y de CORPHOTELS también sean puestos en venta para estos fines. Esas otras fuentes de activos hace tiempo que debieron privatizarse y se perpetúan incólumes solo para beneficio de los intereses creados que las sustentan.
Al ponderar la proactividad de una entidad como el propuesto FPH y la relativa pasividad de las entidades creadas por Balaguer habrá que concluir que es imperativo “remenear la mata.” El reto de la preservación del patrimonio histórico es conquistable con un giro organizacional que puede darse sin mayores obstáculos. Se requiere pues una iniciativa –del Ministerio, de ICOMOS o de la Academia de la Historia —para que se presente al Congreso el requerido anteproyecto de ley. Al representar al propietario de los inmuebles mencionados, las autoridades apoyar el propuesto giro, so pena de ser culpables de nuestra débil conciencia histórica y de condenarnos a repetir la historia.
Habrá que culparlas también por la poca diversificación del producto turístico, una falencia que conspira contra nuestra competitividad en el mercado turístico internacional. En este sector se sabe a ciencia cierta que la diversificación del producto es tal vez la más importante prioridad para su desarrollo. La puesta en valor de los componentes del patrimonio histórico los convertiría inmediatamente en atractivos turísticos. Algunos de ellos podrían inclusive generar recursos adicionales provenientes de los turistas que los visiten.
Los defensores de nuestro patrimonio histórico no deben limitarse a las esporádicas declaraciones y las súplicas para que el Estado actúe. Esas voces están ahora retadas para que pasen de las palabras a los hechos y la propuesta aquí esbozada es un curso de acción valido y realista.