Cuando en 1990 su nombre empezó a sonar en los corrillos literarios de San Juan al obtener el primer premio del Certamen de Cuentos de la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico, Pedro Cabiya hacía rato que era un escritor con el don y la disciplina de los grandes cultores de la narrativa. No en balde el jurado del reconocido certamen, integrado por autores consagrados, lo sometió a un insólito careo antes de informarle que había merecido el galardón; a ese nivel llegó la sorpresa de los evaluadores al leer “La madre”, escrito por un mozalbete de diecinueve años.

Desde entonces, sin prisa pero sin pausa, Cabiya no ha dejado de afianzar una de las obras de mayor relieve y vitalidad en el ámbito caribeño. A las dos impresionantes colecciones de cuentos que establecieron su nombradía entre los narradores de la región: Historias tremendas (1999) e Historias atroces (2003), le han seguido las novelas La cabeza (2005), Trance (2007), Saga de Sandulce (2009), Malas hierbas (2011) y María V. (2013). Su última apuesta novelística es Reinbou (2017), puesta a circular recientemente a la par del estreno en Santo Domingo del film homónimo dirigido por Andrés Curbelo y David Maler.

Si algo distingue a Cabiya en el panorama literario del Caribe hispano, y hasta del Gran Caribe, es la laboriosidad que denota su entramado narrativo, minuciosamente hilvanado, lo cual asegura siempre un desenlace natural e insólito. Cabiya es un escritor de plan y bosquejo; de trazar un mapa de la acción antes de escribir la primera línea, de crear situaciones que cautiven al lector, llevándolo de la mano, bien agarrado, hacia un tercer acto anunciado desde la primera página con pistas, guiños y plantes sutiles bien espaciados y dosificados.

Cabiya es uno de esos escritores que se sienta a escribir sabiendo exactamente hacia dónde va: un escritor de oficio, “un buen ebanista”, según su comparación favorita. Aborrecedor del poema en prosa, del flujo de consciencia, de la escritura automática, el deus ex machina y demás soluciones fáciles con que el escritor inmaduro enmascara su impericia, y que plagan una buena parte de la literatura caribeña contemporánea, Cabiya ha pasado de la precoz madurez en su juventud a la maestría en su medianía de edad. En realidad se puede afirmar que nunca exhibió la huella del aprendiz, como bien observara la novelista Marta Aponte en una entrevista que le hiciera al puertorriqueño hace más de veinte años.

En Reinbou, Cabiya indaga en la memoria histórica de República Dominicana, su país de adopción desde hace poco más de dos décadas, específicamente en lo tocante a la Guerra Civil de 1965. Librada por el afán de expulsar al ejército estadounidense y restaurar el orden constitucional que garantizaba la presidencia de Juan Bosch, esta contienda es el eje sobre el cual gravita la educación sentimental de un niño en el Santo Domingo de los años setenta. La imaginación de este niño lo lleva a enredarse en aventuras que rayan en lo fantástico hasta ocasionar pequeñas revoluciones personales en los sujetos con los que interactúa.

En un tono duro y preciso, pero no exento del humor inteligente que recuerda al más grande de los narradores puertorriqueños: Luis Rafael Sánchez (1936), Cabiya deshilvana la madeja de intrigas de la Guerra de Abril y sus derivas en la sociedad dominicana de hoy, que bien podrían ser las de cualquier país latinoamericano del tercer milenio.

La historia de invasiones de los Estados Unidos en América latina, con todas sus aristas de agresión injustificada, abuso de poder y oportunismo económico y político, se presenta en Reinbou con verdadera crudeza, al punto de que el Santo Domingo del 65 acaba convirtiéndose en arquetipo de la práctica imperialista del Tío Sam.

El entramado de la novela está tan estrechamente entretejido que es difícil reseñarla sin revelar las sorpresas y echar a perder el desenlace. Baste con decir que los personajes son fuerzas vitales psicológicamente coherentes y memorables, y que cada cual se traslada a lo largo de un arco clásico que al final lo redime o lo condena. No hay cabos sueltos en las obras de este escritor maníaco y obsesivo.

De los personajes resalta Inma, la mamá de Maceta, figura femenina principal de gran complejidad, en la que Cabiya deposita una carga de cinismo derrotista que no desdice de su ansia de sobrevivencia a prueba de todo. Molina, el testaferro sin escrúpulos, forma con el capitán Horton un binomio trágico; Puro, el idealista al que le cuesta mantener los pies en el suelo, y del que todos se aprovechan, sienta las bases de una utopía posible; y Oviedo, el personaje agónico por excelencia, representa el centro neural de una intriga que abarca una década, desde el golpe de estado que depone a Bosch hasta el apogeo de Balaguer.

Pero es Maceta, diez años después de la invasión norteamericana, quien pone en ejecución un legado revolucionario que transforma su entorno. Soñador, pero de mente científica; distraído, pero metódico y maduro para su edad, Maceta lleva en una libreta especial el registro de los artefactos que encuentra tirados por ahí en las calles del barrio, y que adquieren ante su mirada una identidad esencial, mágica: ventanas a una realidad alterna.

La novela se alza también sobre una compleja red de símbolos. En efecto, a medida que se avanza en la lectura, el basurero, la pala, la valija, las garzas y otras cosas alcanzan una densidad que va más allá de lo figurativo. Lo mismo se puede decir del acto de enterrar y desenterrar, que funge como catalítico en una novela que problematiza constantemente la noción de su propia historicidad. Y ni hablar del uso de los nombres propios. En pocas palabras, Reinbou es mitad novela, mitad parábola.

Por conmovedor que sea su desenlace, el peculiar sarcasmo de Cabiya se hace sentir con intensidad en una voz narrativa que, dicho sea de paso, constituye una de las más valiosas sorpresas de la historia.

Como suele ocurrir con las adaptaciones literarias al cine, la versión fílmica de Reinbou no logra recoger la riqueza de la novela. De todas las corrientes que cruzan el delta de Reinbou, los productores de la película, quizá con el objeto de mantener la historia lo más sencilla posible, parecen haber optado por aislar una sola: el afán de Maceta por saber quién era su padre, algo que no aparece en la novela. La liberación de las gemelas: Clarisa y Melisa, de la misma Inma, uno de los segmentos más divertidos y emocionantes del libro; y de Oviedo, una secuencia de acción que ocupa cinco páginas, quedan eliminadas o diluidas, pierden vigor y, por ende, relevancia.

En la novela, un pasaje con el que la voz narrativa da fin a una disquisición sobre el sentimiento de culpa de los países desarrollados confiere sentido al título y su grafía no autorizada, episodio ausente en la versión fílmica. La narración, que alterna sucesos de 1965 y 1976, delimita los tiempos históricos fácilmente, pues cada capítulo lleva por nombre uno de esos años. Al film se le hizo cuesta arriba preservar estas transiciones. La gama de “tesoros” rescatados por Maceta, así como sus efectos en el barrio, es reducida a tres. Asimismo, el asombroso contenido de la valija revelado en la novela nunca aparece en la película. Por último, sorprende en el film la ausencia de uno de los personajes más alucinantes del relato: la demente y crudelísima teniente McCollum.

Sin embargo, hay que reconocer que Reinbou, el film, logra captar una esencia poética digna de ser presenciada en una sala de cine. La fotografía es espectacular, y el vestuario y decorado precisos y evocativos. La banda sonora resulta un tanto agridulce y romántica. Pero, por sobre todas las cosas, hay que destacar que Nashla Bogaert deja la piel en su interpretación de Inma al revelar un registro que la posiciona como una actriz del más alto calibre.

Después de la exitosa apuesta por la combinatoria de ficción especulativa y detectivesca en Malas hierbas (cuya traducción al inglés es finalista de los premios Foreword Indies en el renglón de ciencia ficción), en Reinbou Pedro Cabiya lleva su poética literaria a niveles más altos de osadía, finura y sofisticación sin perder de vista el sesgo lúdico tan caro a su prodigiosa narrativa.