Una de las grandes “virtudes” de las redes sociales es que, como se dice y se repite hasta el cansancio en especie de mantra repleto de clichés, “el conocimiento”, gracias a la democratización virtual, ya no es “monopolio exclusivo” de unas “elites” de “intelectuales” que otrora se consideraban “poseedoras únicas de la verdad”. Esto ha conducido a la todología donde todos somos especialistas en todo. La mejor prueba es Venezuela: quienes llevan años estudiando Derecho Constitucional y analizando la ruptura constitucional producida por el régimen chavomadurista, hoy presencian atónitos como improvisados expertos constitucionales express tienen el descaro de hasta contradecir a los más reputados constitucionalistas venezolanos, en aras de defender la supuesta legalidad del gobierno de Maduro o, lo que es peor, afirman -como inconscientes discípulos de Duncan Kennedy- que todo es político-estratégico y que hay una respuesta jurídicamente valida para cualquier desaguisado institucional.
Algo parecido está ocurriendo en el terreno del Derecho Internacional. Repentinos e instantáneos internacionalistas esgrimen el principio de no intervención, como si nada hubiese ocurrido en el mundo, desde que el presidente Monroe proclamara su doctrina de “América para los americanos”, oponiéndose así a la intervención de las potencias europeas en el continente americano, aunque dando pie posteriormente a que dicha doctrina fuese utilizada para legitimar la intervención estadounidense en el resto de América. Lo mismo acontece ahora con la institución del reconocimiento de gobiernos: paradójicamente quienes esgrimen la soberanía nacional y la no intervención no caen en cuenta de la contradicción que significa postular al mismo tiempo que no es facultad soberana y discrecional de los Estados reconocer o no al gobierno de Juan Guaidó. Peor aún, estos súbitos y osados -por ignorantes- internacionalistas son incapaces de comprender la evolución histórica de las instituciones del Derecho Internacional como cualquier experto en Derecho Comercial sí puede perfectamente entender que hoy, en la época del bitcoin y los valores desmaterializados o electrónicos, la teoría de los medios de pago y los títulos valores no puede ser la misma que en la era de la letra de cambio y los documentos en papel.
No es cierto que el reconocimiento de gobiernos por parte de los Estados constituye una injerencia en los asuntos internos. Tampoco es verdad que dicho reconocimiento esté prohibido por el Derecho Internacional. Y mucho menos es cierto que, cuando existe una crisis constitucional o estalla una guerra civil, apareciendo diversos pretendientes del gobierno legitimo de un Estado, los Estados no puedan libre y discrecionalmente reconocer al gobierno que consideren legítimo.
Lo que cambia con el extendido reconocimiento internacional de Guaidó es que, mientras antes el reconocimiento se debía producir si existía autoridad efectiva y capacidad de cumplir las obligaciones internacionales preexistentes, en el entendido de que era intervención no reconocer un gobierno que reunía las dos precitadas condiciones, ahora es posible reconocer a un gobierno, aun en ausencia de dichas condiciones, siempre y cuando se trate de un gobierno legítimo. Esto último no es tan nuevo, sin embargo, como lo demuestra el caso de México, que solo reconoció como legítimo al gobierno republicano español en el exilio, a pesar de que, durante 40 años, únicamente el de Franco podía cumplir las obligaciones de España ante la comunidad internacional y gobernar efectivamente el territorio español. Hay otros dos elementos fundamentales de la emergente nueva doctrina del reconocimiento de gobiernos por parte de los Estados. Primero, la popularización del reconocimiento en masa, como lo evidencia el reconocimiento del gobierno de Guaidó por parte de los países del Grupo de Lima y de la Unión Europea. Segundo, la consolidación de un modelo de reconocimiento condicionado, pues a Guaidó se le reconoce bajo la condición de convocar elecciones posteriormente.
El giro operado en las relaciones por esta doctrina es, consecuentemente, copernicano pero la misma, en realidad, no es de ahora y tan solo recarga y actualiza la vieja Doctrina Tovar, que propugna por el desconocimiento de gobiernos fruto de golpes militares o constitucionales y la del preclaro presidente Rómulo Betancourt quien, en 1959, postuló que “no pueden formar parte de la comunidad regional sino los gobiernos nacidos de elecciones legítimas, respetuosos de los derechos del hombre y garantizadores de las libertades públicas”, pues la no intervención “no puede ser escudo bruñido detrás del cual se abroquelen y protejan los gobiernos dictatoriales, que son escarnio de un continente nacido para la libertad y los cuales constituyen focos permanentes de perturbación de la paz y seguridad de los regímenes democráticos”.