Yuval Noah Harari, un catedrático de la Universidad Hebrea de Jerusalén de apenas 42 años, posiblemente sea hoy el historiador de mayor fama en occidente. Su monumental obra “Homo Sapiens: Breve Historia de la Humanidad” ha vendido millones de copias y es tema obligado de conversación en los cenáculos intelectuales. Pero su mirada oceánica del futuro previsible, contenida en la secuela Homo Deus, resulta igualmente provocativa al sentenciar que “la humanidad está a las puertas de sustituir la selección natural con el diseño inteligente y al extender la vida desde el ámbito orgánico al inorgánico.”
Su atrevida predicción principal es que el “problema técnico” de la muerte será una conquista de las próximas décadas, seguida de la felicidad y la divinidad. Harari presagia “los últimos días de la muerte” porque visualiza que el futuro doblegará su temible guadaña. Con inefable audacia intelectual, este historiador concibe la muerte como el nuevo desafío de la humanidad después de haber prácticamente conquistado las mayores causas de muerte del pasado. Estas últimas han sido las hambrunas, las pestes (epidemias) y las guerras, tres azotes que muchos pensaban eran un “plan cósmico de Dios o de nuestra naturaleza imperfecta”. En cada caso los avances tecnológicos, económicos y políticos permiten acorralar estas macabras amenazas y sus esporádicos remanentes están siendo vencidos por los esfuerzos de gobiernos e instituciones internacionales.
Aunque todavía muere mucha gente por estas calamidades, en las últimas décadas ellas han dejado de ser incontrolables fuerzas de la naturaleza y se han convertido en retos manejables. “Por primera vez en la historia, hoy en día mueren más personas por comer demasiado que por comer demasiado poco, mas por vejez que por una enfermedad infecciosa y más por suicidio que por asesinato a manos de soldados, terroristas y criminales. A principios del siglo XXI, el humano medio tiene más probabilidades de morir de un atracón en un McDonald’s que a consecuencia de una sequía, el ébola o un ataque de al-Qaeda.” Ya los miembros de la Legión Española no escogerían llamarse “los novios de la muerte” porque ese sobrenombre no infundiría miedo.
Pero ahora el gran desafío y la nueva agenda de la humanidad, según Harari, es la conquista de la muerte. Esta ha sido tradicionalmente un hecho tomado como inexorable en todas las naciones y culturas. “En realidad, sin embargo, los humanos no morimos porque una figura enfundada en una capa negra nos dé un golpecito en el hombro o porque Dios así lo decrete, ni tampoco porque la mortalidad sea una parte esencial de algún gran plan cósmico. Los humanos siempre mueren debido a algún fallo técnico. El corazón deja de bombear sangre. La arteria principal se obtura con depósitos grasos. Células cancerosas se extienden por el hígado. Gérmenes se multiplican en los pulmones. ¿Y que es responsable de todos estos problemas técnicos? Otros problemas técnicos.”
Harari asegura que estamos en el umbral de resolver el problema técnico de la muerte. “El vertiginoso desarrollo de ámbitos tales como la ingeniería genética, la medicina regenerativa y la nanotecnología fomenta profecías cada vez más optimistas. Algunos expertos creen que los humanos vencerán a la muerte hacia el 2200, otros dicen que lo harán en 2100. Kurzweil y De Grey, dos científicos americanos, son incluso más optimistas: sostienen que quienquiera que en el 2050 posea un cuerpo y una cuenta bancaria sanos tendrá una elevada probabilidad de alcanzar la inmortalidad al engañar a la muerte una década tras otra. Según ellos, cada diez años entraremos en la clínica y recibiremos un tratamiento de renovación que no solo curará enfermedades, sino que también regenerará tejidos deteriorados y rejuvenecerá manos, ojos y cerebros.”
El subsecuente reto de la humanidad después de la muerte, según Harari, podría ser la conquista de la felicidad. Para ello se cuenta con la ingeniería bioquímica, la ingeniería ciborg y la ingeniería de seres no orgánicos. En cuanto a lo primero: “Los bioingenieros tomarán el viejo cuerpo del sapiens y, con deliberación, reescribirán su código genético, reconectaran sus circuitos cerebrales, modificaran su equilibrio bioquímico e incluso harán que le crezcan extremidades completamente nuevas. De esta manera crearan nuevos diosecillos, que podrán ser tan diferentes de nosotros, sapiens, como diferentes somos de Homo Erectus.”
“La ingeniería ciborg ira un paso más allá y fusionara el cuerpo orgánico con dispositivos no orgánicos, como manos biónicas, ojos artificiales o millones de nanorrobots, que navegaran por nuestro torrente sanguíneo, diagnosticarán problemas y repararán daños. Un ciborg de este tipo podrá gozar de capacidades que superaran por mucho la de cualquier cuerpo orgánico.” Y en cuanto a los seres inorgánicos, Harari anticipa que “las redes neurales serán sustituidas por programas informáticos con la capacidad de navegar tanto por mundos virtuales como no virtuales, libres de las limitaciones de la química orgánica.”
Harari advierte, sin embargo, que “pronosticar el futuro nunca fue fácil, y las tecnologías revolucionarias hacen que sea aún más arduo.” “Puesto que pueden emplearse para transformar las mentes y los deseos humanos, la gente que tiene la mente y los deseos actuales no puede, por definición, desentrañar sus implicaciones.” Pero Harari arriesga la predicción de que: “En el siglo XXI, el tercer gran proyecto de la humanidad será adquirir poderes divinos de creación y destrucción, y promover Homo sapiens a Homo Deus.” “En un futuro no muy lejano podremos crear superhumanos que aventajen a los antiguos dioses no en sus herramientas, sino en sus facultades corporales y mentales.”
Habiendo llegado a este punto habría que preguntarse si el esclarecido historiador está loco. Visualizar un futuro sin los dioses del pasado y del presente y con el ser humano como un dios equivale para muchos a una herejía imperdonable digna de ser reprochada con todo el rigor de la Inquisición española. De igual manera, insistir que la muerte es un “problema técnico” susceptible de solución para conquistar la inmortalidad representa un atrevimiento de marca mayor. Y lo mismo podría decirse del supuesto de que, en el futuro, la conexión entre los cerebros humanos y las computadoras podría curar la esquizofrenia.
Harari nos desafía a profundizar en sus reflexiones so pena de quedarnos empantanados en un pasado disfuncional. El miedo que nos impide ver más allá es el mismo que está detrás de la resistencia al cambio en todas las sociedades. Hemos de ponderar sus ideas porque la dinámica vertiginosa de la vida del siglo XXI impone defenestrar creencias inservibles. Revisar las magistrales disquisiciones de Harari debe ser un deber sagrado de cualquier bípedo implume.