Shemá Israel es el nombre de una de las plegarias judías más antiguas y conocidas; incluso aparece en los evangelios de Marcos y Lucas y más tarde fue introducida en la liturgia cristiana. El Shemá aparece en el último libro de la Torá, el libro del Deuteronomio 6:4 “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”.
Para los judíos este es el mandamiento más importante. El amor a Dios, que es uno. No es de poca importancia que el autor resalte que Dios es uno, pues en este texto Israel también está reafirmando su fe monoteísta en medio de los demás pueblos mesopotámicos politeístas.
Cuando los fariseos le preguntaron, capciosamente, a Jesús: “Maestro, ¿cuál es el precepto más importante de la ley?” Jesús responde como podía responder cualquier buen judío: “Amarás al Señor tu Dios de todo corazón, con toda el alma, con toda tu mente. Este es el precepto más importante…pero Jesús agrega una segunda parte a este mandamiento y es la que hace referencia al prójimo “pero el segundo es equivalente: Amarás al prójimo como a ti mismo”. (Mt. 22, 36-39). La novedad de Jesús es que hace del amor a Dios y el amor al prójimo algo “equivalente”, o sea, le confiere la misma importancia.
Pero es en el evangelio de Juan donde aparece la novedad radical de Jesús cuando dice a sus seguidores: “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como yo los he amado: amaos así unos a otros. En eso conocerán todos que son mis discípulos, en que se aman unos a otros”. (Juan 13, 34-35).
La novedad de este mandamiento no está en el amor, pues ya vimos que el amor al prójimo también aparece en el Antiguo Testamento. La novedad radica en el giro que hace Jesús poniendo el amor entre sus discípulos primero que el amor a Dios. El distintivo de los seguidores de Jesús es la calidad del amor entre ellos, no de cuanto amen a Dios. ¿Saben por qué? Pues porque como dice el apóstol Juan, el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto.
A los cristianos mucho nos ha costado acoger la novedad del mandamiento de Jesús y nos hemos quedado en el Shemá judío. Es que amar a Dios es muy fácil, pero amar a nuestros semejantes con sus imperfecciones, eso sí que es un milagro.
Hay que dudar siempre del supuesto amor a Dios de esas personas que se llaman cristianas y aborrecen a sus semejantes. Las encuentras defendiendo la Biblia y siempre terminan sus intervenciones con un grandioso “Dios les bendiga”; pero mantienen un discurso de odio y rechazo al extranjero, especialmente al haitiano, al pobre, a los que aman de forma diferente, incluso a los que tienen otras creencias religiosas.
Es preferible no practicar la religión y amar al ser humano que, a la inversa, como ha puntualizado el jesuita José Antonio Estrada en su libro Razones y sinrazones de la creencia religiosa: “Hay que preferir al ateo comprometido con el ser humano antes que al hombre religioso insolidario con el prójimo”. Rechacemos la espiritualidad que deshumaniza y la teología que pasa de largo, como el sacerdote y el levita de la parábola del Buen Samaritano, ante el sufrimiento (Lc. 10: 25-37).
Termino con una hermosa frase de Victor Hugo en su obra Los miserables, que creo resume todo lo que he tratado de decir: “Amar a otra persona es ver el rostro de Dios”.