La política criminal de emergencia nuevamente está siendo implementada por las autoridades, esta vez con mayor rigor, lo cual se advierte en los aprestos legislativos de aumento de penas, modificación de los códigos, campañas mediáticas culpando a los jueces del aumento de la criminalidad,  estrategias con las cuales los Estados, además de improvisar  según cambia el viento de los avatares políticos, lo que persiguen es dar algún tipo de respuesta a problemas surgidos en momentos de alarma social.

Ciertamente, en las sociedades contemporáneas el fenómeno criminal se ha ido transformando, de tal suerte que hoy cabe hablar de  otras manifestaciones criminales, como por ejemplo la criminalidad organizada, el narcotráfico, lavado de activos, terrorismo, corrupción administrativa, etc., constituyéndose en los nuevos desafíos para la seguridad ciudadana, causa que explicaría la existencia de una mayor demanda de la misma.

Pero la realidad que acontece es que el Estado no es capaz de satisfacer, y mucho menos de responder adecuadamente, a las exigencias de seguridad. Está claro que su respuesta se ha transformado en una política de control, mediante un instrumento como el derecho penal, y no en una política de consecución de objetivos concretos y materiales. Es más, puede afirmarse que la función de este tipo de políticas es aportar una seguridad meramente simbólica, es decir, basta con que las imputaciones y las condenas satisfagan el clamor social de seguridad, dando "estabilidad" al sentimiento de seguridad colectiva, reintegrando idealmente el orden público violado y la confianza en el ordenamiento.

Con esta forma de proceder, las autoridades inducen a la opinión pública a sostener que la única respuesta eficaz contra la criminalidad es el uso de la fuerza, descuidando así el diseño e implementación de políticas públicas de carácter preventivo, relacionadas con otros factores que inciden en el fenómeno criminal, como lo serian estrategias públicas contra la pobreza, la marginalidad, acceso a la educación, en fin, aquellas encaminadas a la igualdad de oportunidades.

Pero OJO. Contrario a lo que la generalidad percibe, ese tipo de mecanismos no persigue la seguridad y el bienestar de los ciudadanos, sino que aumenta las potestades del Estado, a través de la legalización y legitimación de sistemas penales de excepción, que consagran la capacidad represiva de las fuerzas del orden en perjuicio de los ciudadanos. Con ello se busca ampliar las  competencias policiales sobre esferas como los datos personales, las telecomunicaciones, el domicilio, entre otros, lo cual es claramente incoherente con un Estado Social y Democrático de Derecho.

Sin embargo, no debe olvidarse que el Derecho penal del Estado Social y Democrático de Derecho es un sistema jurídico que ha alcanzado un notable nivel de humanización y racionalización, sustentándose sobre unos principios irrenunciables que sirven para limitar la arbitrariedad de otras épocas, así como el injusto e inhumano poder punitivo del Estado.

Pero muy lamentablemente, lo que se observa en la actualidad no es la continuidad de los avances que antes citamos, sino un retroceso de todo el proceso evolutivo, que ha tardado siglos en concretarse. Se evidencia un colosal contrasentido: se retorna a los principios del Derecho Penal del pasado, caracterizado por la severidad y deshumanización, que ya se habían superado, para solucionar problemas de las sociedades modernas.

Señala Zaffaroni que: "El resultado del movimiento de organismos políticos que, no sabiendo cómo responder a la opinión pública, producen leyes penales desordenadas para proyectar la impresión de eficacia en la solución de los grandes problemas sociales, y de un aparato punitivo que se dinamiza en función de intereses sectoriales, no es otro que una planificación punitiva amplificada e irrealizable, que va aumentado el poder selectivo y de vigilancia, que pasa a ser arbitrariedad de los organismos policiales".

Por lo anterior, comparto plenamente la opinión del juez español Jesús Fernández Entralgo, quien aconseja rechazar con claridad la política criminal de los "enemigos" porque legitimarla supone una normalización de la excepcionalidad, dado que implica aceptar la debilidad del Estado Social y Democrático de Derecho, lo que sería el fin de la democracia.

A todas las luces la opinión pública ha cedido ante los discursos oficialistas y los medios de comunicación por lo que la mejor alternativa es considerar normal el uso de la prisión, la presunción de culpabilidad, la máxima intervención y principalía del derecho penal, la desproporcionalidad de las penas. Así,  lo más "eficaz" para conservar el orden es la suspensión de las garantías mediante medidas represivas, entre otras, la restricción de las libertades individuales, sin advertir que con ello estamos regresando a tiempos remotos y dándole mayores niveles de participación a la policía, desprotegiendo a la sociedad civil y entregándola al arbitrio de las autoridades.