José Ángel “Mantequilla” Nápoles, boxeador fino y de poderosa pegada murió el 16 de agosto de 2019. Los achaques (físicos, financieros), la diabetes y el Alzheimer habían reducido al de Santiago de Cuba; tenía 79 años. Llegó a México a inicios de los sesenta, espantado por la medida de Fidel Castro de prohibir el boxeo profesional en la isla.

Tiempo después, un 18 de abril de 1969, se coronaba campeón mundial welter, al derrotar al norteamericano Curtis Coke, en Inglewood, California. Y para que no hubiera dudas, en la pelea por la revancha, volvió a vencerlo, ahora en la ciudad de México.

Según la leyenda, luego de alzarse con el título mundial, el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, le llamó para felicitarlo y le dijo que le pidiera lo que fuera: una casa, un carro deportivo, un reloj de oro. «Nada de eso señor presidente, yo quiero ser mexicano», le contestó. No pasaron ni veinticuatro horas cuando Nápoles ya había recibido su carta de naturalización.

Cuentan que era tan buen boxeador que no encontraba retadores, pues todos le sacaban la vuelta, hasta que en 1974 retó a Carlitos Monzón, que le dio una memorable tunda. Fue el principio del fin. El Mantecas, como también le llamaban, compitió en un peso mayor al suyo, además de que el argentino era una fiera. Al sexto round, se vio una toalla volar desde la esquina de Mantequilla. La pelea tuvo lugar en París y fue organizada por Alain Delon.

Julio Cortázar apasionado del boxeo, recreó el mítico combate en el cuento La noche de Mantequilla: «Monzón entraba y salía aprovechando una velocidad que a partir de ese momento distanciaba más y más la de Mantequilla cansado, tocado…».

Esa fue sin dudas, su derrota más famosa, aunque tuvo otras 6 a lo largo de su carrera, que incluyó 84 combates; 54 de ellos los ganó por nocaut. Además, defendió con entereza su cetro en 15 ocasiones, ganando 7 por la vía exprés del “cloroformo”.

Dicen que hasta Sugar Ray Robinson iba a sus peleas. Admirado por su estilo elegante para evitar golpes, que se le resbalaban como mantequilla, vio en 1970 como derrotaba a Ernie “el Indio Rojo” López. Después, en el 73, volvería a repetirle la dosis, por cierto.

Fuera del ring, el santiaguero era una auténtica celebridad, todos querían ser su amigo, sacarse una “selfie”, robarle un autógrafo. Tristemente, a mi no me tocó verlo pelear, lo que más recuerdo de él es el relato cortazariano y una película, donde actúa con el Santo, en la que coincidían tres leyendas: el púgil, el Enmascarado de Plata y la Llorona, que era la mala, mala, mala y que buscaba desquite, tal y como lo indica el título: Santo y Mantequilla Nápoles en la venganza de la Llorona.

El “episodio Monzón” no fue fácil de digerir y aunque siguió boxeando, al año siguiente se retiraría de los cuadriláteros. Cubano al fin, llevaba la música por dentro (y por fuera) por lo que formó un grupo de salsa, la Sonora del Negro Santo o algo así. Dejó los ganchos y los jabs de lado y empezó a entrenar su voz al ritmo de las maracas. Cuentan que también regenteó un restaurant en la Colonia Doctores, que de noche se transformaba en cabaret. Pero lo que más le gustaba, quiero imaginar, era echarse unos pulques con el “Púas” Olivares y su paisano Ultiminio Ramos en La hija del apache, donde los tres rememoraban sus aventuras en el ring.

La historia es conocida, al final los amigos, el dinero y la fama se fueron evaporando con el paso del tiempo, mientras que la penuria y la enfermedad se le clavaban en los huesos. Pasó veinte años en la fronteriza Ciudad Juárez, enseñando box en un gimnasio ruinoso, en una ciudad que era además, azotada por la violencia. Sus pasos lentos resonaban en los también decadentes y memorables Baños Roma, donde entrenaba a jóvenes que no supieron imitar al campeón.

Al parecer, el Consejo Mundial de Boxeo le enviaba unos 500 dólares mensuales, para que Mantecas no sufriera tanto. Migajas, si pensamos en todo el dinero que habrán ganado ellos y los promotores, entrenadores y demás zánganos con los puños del moreno. El CMB, en voz de su presidente, anunció la triste noticia. «Era un final sin belleza pero indiscutible», como dijo Cortázar de la pelea Mantequilla-Monzón.