Algunas semanas resultaría útil tener una máquina de tele transportación.

En la madrugada abro los ojos en el lugar que decidió el destino y los primeros segundos se presentan confusos. Vale socorrerse de las notas en las agendas de luz, o del tiempo, que hala con su magistral presencia la razón.

Sin embargo, dormir en distintos lugares tiene también sus ventajas: conocer, tomar vacaciones de la rutina y castigar al cuerpo para que abandone las manías (porque al cuerpo no puede dársele todos los gustos). Pero el subconsciente no siempre viaja junto al cuerpo físico y de vez en cuando suceden cosas peligrosas que lo hacen reaccionar involuntariamente gracias a los profundos caminos de la costumbre. Posiblemente alguna noche, en alguna nueva habitación de hotel, las pesadillas vendrán para hacer su ronda. Si visitan, la primera reacción será abrazarme al otro-cuerpo, es decir, al ser habitual que ocupa la otra mitad de la cama propia.

Cuando esto sucede y su lado está vacío, no sé cómo aplacar el terror; no sé cómo espantar a los fantasmas.

Cierro los ojos, las imágenes deambulan, pasan con sus filos, yo las dejo ir como si fueran una película de las que se sintonizan para hacer la siesta, esas que uno ve y no, recuerda y no… El miedo camina por la piel, sus pasos parecen durar una eternidad dentro de la histeria que modifica el tiempo real.

Las noches de todos los lugares, de todos los países y de cualquier cama, están hechas para crear, yo las quiero gastar durmiendo. También para almacenar recuerdos que se borran con la leche del sueño. Las noches son para el cansancio y del cansancio y sobre su barca navegamos entre las pesadillas y el miedo. Están hechas para cerrar solo los ojos físicos, luego quererlos abrir no poder, porque despertamos repetidamente, 2, 5, 7 veces, dentro de un sueño infinito.

Las noches son para dejar escapar los mejores poemas, para gritar silenciosamente, para dejar de respirar al ver las estrellas cuando la almohada nos pellizca y no queda otro remedio que buscarlas.