El Estado surge por la necesidad de garantizar los derechos de las personas. Esta idea del Estado como un medio para garantizar derechos parte de la concepción lockeana que inspira los movimientos constitucionalistas y, por tanto, las constituciones liberales de las revoluciones inglesa (1688), norteamericana (1776) y francesa (1789). Para Locke, el estado de naturaleza es un estado pacífico en el que las personas gozan de un conjunto de derechos, los cuales, lejos de ser objetos de una renuncia total en la sociedad, subsisten para fundar su libertad e igualdad.

En otras palabras, el Estado surge condicionado al respeto de los derechos de las personas, de modo que se trata de un ente público limitado. Y es que, tal y como explica Locke, las personas no renuncian “a la libertad del estado de naturaleza para entrar en sociedad, (…) si no fuera para salvaguardar sus vidas, libertades y bienes”. De ahí que las personas renuncian a parte de su libertad en la sociedad con el único propósito de obligarse a determinadas conductas que garanticen la protección de sus derechos e intereses.

Este compromiso, consistente, repito, en el deber de obediencia a la decisión de la mayoría, se concretiza en el «contrato social». El «contrato social» no es más que un pacto en el cual se manifiesta la voluntad de las personas de obligarse a las leyes que emanan del cuerpo político con el objetivo de que sean aseguradas sus vidas, libertades y posesiones. De ahí que el Estado, quien es el ente designado por el soberano (pueblo) para ejercer la función legislativa y expresar la voluntad general, debe actuar básicamente para garantizar dichos bienes.

De lo anterior se infiere que el ejercicio del poder político se apoya sobre el consentimiento otorgado tácitamente por las personas en el pacto social y que la misión esencial del Estado consiste en la protección de sus derechos. En palabras de Locke, “la finalidad principal que buscan -las personas- al reunirse en Estados, sometiéndose a un gobierno, es la de salvaguardar sus bienes”. Por tanto, los derechos se articulan como límites del poder político.

La idea que reposa detrás de este pensamiento debe reformularse. Digo esto, pues el surgimiento del Estado y el “consentimiento tácito” otorgado por las personas en el pacto social está dirigido a la maximización de los intereses individuales. Es decir que las personas se obligan a la decisión de la mayoría con el único propósito de maximizar sus propios intereses, de modo que dejan a un lado el «bienestar común». De ahí que, aunque las reglas que encausen y organicen las relaciones sociales sean claras e inteligibles, las personas tendrán la inclinación a desconocerlas cuando se trate de aplicarlas a los casos en que están en juego sus intereses.

En síntesis, el pacto originario redimensiona el “yo” o el “nosotros” sobre el «bien común». De ahí que el «bienestar común» se relega a los intereses individuales, de modo que la misión esencial del Estado se concibe a partir de la libertad y seguridad de las personas. Esta idea potencializa las desigualdades, los discursos de odio y la dialéctica amigo-enemigo, lo cual impide la interdependencia y la solidaridad necesarias para alcanzar la felicidad a la que aspiramos todos. Ya lo advertía el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, “el bien, al cual estamos llamados todos, y la felicidad a la que aspiramos no se obtienen sin el esfuerzo y el empeño de todos sin excepción, con la consiguiente renuncia al propio egoísmo”.

Es tiempo de reformular el pacto social de cara a estructuras de solidaridad. El principio de solidaridad, entendido con la identificación fraterna con los demás, quienes, al igual que “yo” o “nosotros”, forma parte de la sociedad (Uribe Arzate y Olvera García), debe ser el fundamento del contrato originario. La libertad debe estar ligada al desarrollo de los medios, modos y circunstancias que permitan su ejercicio por parte de «todas» las personas, sin exclusiones. En esta tarea, el Estado juega un rol protagónico en la protección de unos mínimos existenciales.

No se trata de abandonar el liberalismo, el cual inspiró a los movimientos constitucionalistas y a las constituciones liberales, sino más bien asumirlo desde un “liberalismo político igualitarista” (Shklar). En definitiva, el ejercicio de nuestros derechos y libertades no puede estar por encima del destino común que debemos construir juntos y el Estado está obligado a asegurar los medios que permitan a todas las personas ejercer de forma equitativa, igualitaria y progresiva sus derechos. El pacto social debe estar sustentado en una radical interdependencia y solidaridad.