América Latina hay de todo: desde gobernantes irresponsables y supersticiosos hasta millones de ciudadanos que esperan el fin del mundo y, con él, la salvación de la humanidad. Entre los primeros tenemos a dos ejemplares únicos: el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y el del gigante del sur, Brasil, Jair Bolsonaro.
Un grueso hilo de estirpe no ideológica parece unirlos en esta calamitosa situación mundial generada por la propagación del SARS-CoV2: la estupidez y el cinismo.
López Obrador combate el virus con abrazos y besos a niños y adultos. Además, levanta firme la pancarta de la honestidad y la devoción por sus santos guardaespaldas preferidos. Una conducta social y política que muchos de sus propios seguidores califican de estúpida y ridícula, además de irresponsable e impensable a estas alturas del siglo XXI.
Esta insólita no-estrategia del presidente López Obrador se aplica en una de las naciones del mundo en extremo superpobladas, con un transporte público harto insuficiente y deficiente, sistema de salud sensiblemente debilitado por los recortes recientes y campeo del crimen organizado como en ninguna otra parte del mundo.
¿Cómo describir esta actitud pública de una persona que es elegida entre muchos para ser norte orientador y ejemplo? El periodista Diego Fonseca hace una descripción de ella sencillamente genial que creemos necesario transcribir en negritas:
“La necedad carece de propietarios ideológicos y tiene la capacidad —viral— de hacerse ubicua. La falibilidad humana es capaz de empujarnos al absurdo, seguro, y en ocasiones los deslices pueden ser risueños. Pero la ignorancia y el cinismo matan gente sin necesidad de apretar gatillos. Basta creer bulos, desoír a los expertos o actuar como un patán que se cree inmortal” (ver: The New York Times, 19 de marzo 2019).
El otro, Jair Bolsonaro, quien ya se ha ganado el rechazo mundial por sus posiciones frente a la devastación de la Amazonia, minimiza abiertamente la existencia y propagación del SARS-CoV2 y califica de lunáticos a los gobernadores que declaran cuarentena en sus ciudades.
Río de Janeiro, la segunda ciudad más poblada de Brasil, epicentro del turismo y de la producción petrolera y cultural, se distingue penosamente en el mundo por el hacinamiento humano, carencia de cloacas y problemas en el abastecimiento de agua potable. Allí cerca de 1,5 millones de personas (más de 20% de la población de la ciudad) conviven en 763 favelas en serios aprietos materiales y de seguridad.
Mientras, la OMS insiste en que nos quedemos en casa y guardemos distancia social, Bolsonaro dice a sus gobernadores que no lograrán tumbarlo con sus aspavientos virales. Sin duda, la situación de Brasil, ya con el número de infectados acercándose a 2000, puede ser considerada, después de México, como una de las potencialmente más mortíferas de la región.
En general, si hay un espacio geográfico del mundo que debería tomar al SARS-CoV2 muy en serio, es América Latina. Muy a pesar de las recomendaciones de la OMS, los casos crecerán y lo harán por una razón fundamental: las enormes deficiencias de los sistemas de salud nacionales. En este sentido, resulta muy oportuno el señalamiento de Miguel Lago, politólogo brasileño:
“…La región no está preparada para la propagación del virus y se puede esperar un escenario aún más complejo que el europeo —donde se han registrado más de 4000 muertes y más de 80,000 casos— e incluso volverse la mayor víctima del COVID-19, si las autoridades sanitarias y los gobiernos de nuestros países no adoptan acciones inmediatas para fortalecer sus sistemas de salud. Combatir una pandemia que afectará a una parte significativa de la población no solo es cuestión de inversión sino de un agresivo y eficaz redireccionamiento de los recursos existentes para disminuir sus efectos” (negritas mías, ver: The New York Times, 19 de marzo 2019).
Uno de los derechos garantizados constitucionalmente es el de la salud. Pero, ¡que lejos de la realidad está ese derecho fundamental! Los servicios de salud suministrados son harto deficientes, insuficientes y, en algunos casos, inhumanamente caóticos. Las causas de ello son reveladas también por Lagos:
“…Si se toma en cuenta la inversión total en salud (pública y privada) por habitante, vemos que la región es una de las que menos invierte en salud: 949 dólares per cápita, casi cuatro veces menos que los países miembros de la OCDE e incluso menos que el promedio de los países de Medio Oriente y el norte de África”.
Los dominicanos tenemos un gasto per cápita en salud de US$ 986, un gasto público en relación con el PIB de 2,5% y un gasto privado de 3,3%. El gasto en salud que sale de nuestros bolsillos como proporción del gasto total en salud es de 45%. Actualmente, por cada 10 mil habitantes tenemos 16 camas disponibles en los hospitales.
En los últimos años la situación ha mejorado, pero seguimos siendo, junto al resto de los países de la región, extremadamente vulnerables frente a emergencias nacionales extremas. La realidad es que el SARS-CoV2 puede sacar a flote esas debilidades de una manera realmente espantosa.
¿Cuánto cuesta al sistema de salud un incremento de un punto porcentual de contagios comprobados? Todo va a depender de la población. En Brasil por ejemplo, según un estudio de IEPES, cada punto porcentual de población infectada demandaría 250 millones de USD en hospitalización.
Por tanto, no solo es la acertada estrategia china de la supresión, acompañada de mejor higiene y de todas las pruebas que puedan hacerse; también es invertir y fortalecer en el breve plazo el sistema nacional de salud. ¿Y cuál debería ser el comportamiento en esa situación del sector privado de salud, tradicionalmente insensible, usurero y mercenario? Creo que debemos pensar en medidas razonables que lo pongan al servicio de la comunidad.