Desde hace seis meses, semanalmente, vengo conversando con miembros de la diáspora dominicana. Específicamente con esos del Sur de la Florida, en Estados Unidos. Llegó el momento donde tuve que hacerlo. En el 2002, luego de poco más de una década de actividad docente, social, profesional y política en la isla, opté por regresar a Miami, auto-exiliándome de eventos e incertidumbres que presentaba la Patria en ese momento.
Un acto cobarde si se quiere, o uno en respuesta a la desilusión de lo que venía, pero no menos cierto es que como joven, profesional, soltero y sin responsabilidades de familia, en aquel momento lo que hoy parece ser un acto egoísta, era un abandono a mi pueblo.
Al llegar aquí, no corregí lo que hoy acepto como un error. En vez de llegar a esta nueva ciudad, y continuar mi actividad comunitaria, lo que hice fue distraerme al punto de aislarme por completo de mi gente. Es algo por lo cual no tengo explicación ni excusa, pero una que no escondo, pues hoy lo entiendo como mi segundo error.
Recapacitado, dispuesto y con el interés de rescatar ese tiempo perdido, he optado por comenzar a conocer a los compatriotas desertados que comparten conmigo este exilio. Para lograrlo, semanalmente, como señalara al inicio de este texto, identifico para dialogar, a un par de criollos cotidianos, en ocasiones desconocidos y a veces para suerte mía, hasta me llegan referidos. Entonces, hago lo que para muchos ha resultado novedoso, pero que para mí, era la única forma de regresar a ese núcleo familiar que había desamparado. Me siento y hablo con ellos.
Converso con dominicanos de todas las edades, estamentos y oficios. Desde amas de casa a arquitectos; desde peluqueras a empresarios; desde comunicadores a restauranteros; desde financistas a secretarias. Me siento a conversar con todos. Y repito, con el solo interés de conocer a cada uno de los miembros de mi comunidad criolla. No tengo más nada en agenda, que solo conocer las historias de mis compatriotas. Conversamos y conozco de sus historias individuales. Y luego las cuento, guardando siempre lo personal cedido. Opto por solo mostrar las enseñanzas de lo vivido.
Lo hago porque en sus voces, escucho a otros como ellos, que se encuentran aquí. Sus historias aunque diferentes poseen similitudes. Y por eso quiero saber porque se fueron. Conocer sobre lo que han enfrentado y superado. De sus logros y desilusiones. De sus sueños y anhelos. Me gusta saber de ellos y comunicarlos, pues la historia de uno es la historia de todos. Tristes algunas, alegres otras, pero todas esperanzadoras e inspiradoras.
Cité la primera vez que me vi motivado a hacerlo, que quería que fueran “intercambios a la antigua. Reciprocidades que en época previa al mundo del ciber-espacio, le llamábamos “hablando de tú a tú”. Platicas de antaño, que conjugaran todos los sentidos y muchos más sentimientos. De esas que ya no aparecen, por el valor que poseen.” Recuerdo haber insinuado.
Terminada mis conversaciones, las redacto y las publico en mi cuenta de Facebook. Limitadas en su texto, pues ese es un medio que posee poca atención y requiere de mensajes breves e imágenes impactantes. Muchas de esas conversaciones, luego son replicadas en medios dominicanos de internet.
La práctica es una que ya está siendo solicitada por miembros de otras diásporas. Es decir, aquellos emigrados que hoy viven en Rhode Island, en Tampa, en Connecticut, en Filadelfia y como ha de esperar, también los miembros de las comunidades de Nueva York y Jersey, me han solicitado que cuente sus historias.
Para mi sorpresa, en ellas encuentro semejanzas propias de todo emigrante nuestro, que viene a Estados Unidos en busca de trascender a un mejor sitio. La analogía es chocante. Una que me ha llevado a iniciar y terminar cada entrevista de la misma forma. En cada intercambio, los dominicanos “ausentes”, “los de fuera”, “los de los países”, con amor y con queja, certifican con frases cedidas bajo la hipnosis de recuerdos, añoranzas y desolación, anhelos que me obligan a asegurarles, que estoy seguro que la Nación que sueñan, aún existe.
Sin embargo, esta semana que pasó, no pude compartir esas conversaciones. Pues no estuve en tierras donde habitan miembros de nuestra diáspora. Estuve en la Patria. Visitándola de nuevo. Más para afinar los sentidos y renovar el compromiso, que cualquier otra cosa. El aire allí es diferente. Los ruidos son propios. El calor es único. Y a pesar de que el circo del momento era más grande que el usual, la Patria siempre nos invita a que regresemos a ella.
Al segundo día, la curiosidad me dictó, que de la visita, debía llevarme más. Que correspondía tener esas mismas conversaciones con los locales. Es decir, así como hablo con los dominicanos residentes en los Estados Unidos, sobre el porqué aun ven viable regresar a su país, tenía que ver si los residentes de la isla aun optaban por irse. Quería conocer a los próximos miembros de la diáspora, antes de que llegaran.
De esas interacciones conocí a gente con quien por años interactué, sin saber quiénes eran. Con tantos cuyos nombres e historias, nunca les solicité. Dominicanos de mi cotidianidad, de cuerpos similares, rostros familiares, pero a quienes nunca traté como individuos.
Un vendedor de frío-frío que tantas veces antes vi guayar hielo. A un paletero que nunca tenía menudo para devolverme. A un limpiabotas que hablaba con acento. A un policía que con sonrisa me corrompía. A un pulpero que me atendía como si me conociera, pero, aun así, incapaz de fiarme. A un fotógrafo realizado que estaba en toda actividad que asistía. Y a una pareja de profesionales exitosos, que se parecían a mí, en el 2002. Opté por reconocerlos a todos y conocer sus nombres, saber al dedillo sus historias.
Luego del desahogo del “Caso: Odebrecht” que abunda en el aire, encuentro en las palabras de quienes entrevisto, que sorprendentemente ningunas poseen el hipnótico optimismo de “los de fuera”. Y después del tercer intercambio, detecto el común denominador, que continuara surgiendo en las subsiguientes conversaciones.
Unas docenas de quejas justificadas, que se resumen en la falta de acceso a oportunidades, el deterioro de los valores con los que recuerdan haberse criado y la ausencia de seguridad en su diario vivir. Identifico por igual, que las ambiciones y planes individuales, no están acorde con las ofertas que presenta el país.
Que a pesar del crecimiento económico y la imagen de modernidad que vive parte de la Capital dominicana, estos no se transmiten de manera directa a la población. Confirmo por igual, entre los que converso, que los de mayor preparación, aquellos de posición aventajada y en mejor situación económica, quieren también ver a los más desafortunados o aquellos que se han quedado atrás en la modernidad que el país presenta, vivir en optimismo real, en paz y en condiciones favorables.
Pero la más inesperada revelación me llega, cuando identifico el último de los denominadores. Escucho de todos estos que están atrapados en una isla de elevado optimismo, exigencias alcanzables y una inagotable sed de equidad y justicia, argumentar que no se quieren ir. Que no quisieran tener que considerar dejar su país. Que a pesar de que hay decenas de motivaciones que justifiquen ese pensar, eso es algo con el cual luchan, pero que no quieren confrontar.
La curiosidad en sí, da para mucho. Y esta se incrementa, cuando los apetitos no pueden ser saciados por las ofertas y circunstancias que están presenten o se vislumbran. O en la más reciente realidad, donde la zozobra del crimen desde arriba y la delincuencia desde abajo, amenaza de manera disruptiva la paz y la sonrisa del dominicano. Y es ahí que regreso en círculo completo a la realización de que mi cobarde acto de partida de la isla, por una desilusión que pensaba venir era un abandono a mi pueblo.
Estas conversaciones que estoy sosteniendo en los Estados Unidos, con otros como yo, y estas que tuve con los que solo ven la partida de la Patria como solución a lo que les enfrenta, me afirma lo que ya había aprendido. Les convenzo a estos diásporos por ser, de que a la larga todo el que se va quiere volver. Y todo el que quiere irse, no excluye regresar. Pero más aún, que estoy seguro que la Nación que sueñan, aún existe