Las finanzas públicas de un país se podrían entender empezando con algo tan sencillo y común como un presupuesto, es decir, los ingresos que recibe el gobierno y la asignación de estos en los diversos usos o gastos. Teóricamente y a la vez real, esos recursos son limitados. La distribución del gasto debe ser en las mejores aplicaciones, entendiéndose como mejores a los que procuren un mayor bienestar para la ciudadanía en general.

De esto trata la economía por definición; la asignación de los recursos escasos para lograr el mayor bienestar posible para la población.

Los ingresos vienen dado por tres fuentes básicamente: impuestos internos, aduanas y los ingresos de tesorería que son todos los demás ingresos que recibe el Tesoro Nacional. Por el otro lado, los gastos se separan, en su clasificación económica, en gastos corrientes asociados al consumo y en gasto de capital o de inversión. Esta diferenciación nos permite identificar el impacto económico del gasto por separado.

Todo esto está enmarcado en la Ley de Presupuesto General del Estado que aprueba el Congreso. Esta es una ley recurrente pues se aprueba al final de todos los años para el año siguiente, y de acuerdo a las necesidades y objetivos del país. Si la asignación de los recursos resulta adecuada para el progreso de la nación , entonces el presupuesto, no sería solo una herramienta de gestión del Estado, sino más bien un verdadero instrumento de desarrollo.

Para esto último, la estructura del presupuesto debe tener cierta inclinación a la inversión como por ejemplo en obras viales, presas, equipamiento de hospitales, construcción de escuelas, equipos de defensa y seguridad pública y demás. Por otro lado, los gastos corrientes que son necesarios para el desenvolvimiento del Estado y son por ejemplo la nómina pública, el gasto de combustible, de radiofonía, material gastable, energía eléctrica, pagos de intereses y demás, los cuales parecen en ocasiones no tener límites y llegan a ser una proporción muy grande del gasto total.

Para el servicio de la deuda pública, que no es más que el pago de intereses y capital, es necesario utilizar hoy, más del 50% de los ingresos fiscales. Esto limita las ejecuciones del Estado, pues este contaría con tan solo la mitad del ingreso para llevar a cabo su trabajo de todo un año.

Esta realidad, lleva indefectiblemente a nuestros gobernantes a la propensión de seguir endeudando el país; obviamente agravando la situación en el futuro. En adición, esto hace ver como una falacia de razonamiento común el planteamiento generalizado de que el crecimiento de la deuda no es lesivo para las finanzas nacionales. Ya la deuda pública total supera el 70% de la producción nacional o PIB.

Por lo general la los gobiernos que se vienen sucediendo desde hace más de 20 años, presentan gastos muy por encima de los ingresos proyectados a percibir, creándose entonces un déficit fiscal que generalmente se financia con deuda. Lo ideal es que ingresos y gastos fueran iguales, quedando el presupuesto en equilibrio, pero la ambición de gastar más es tan grande en los políticos que han sido gobierno, que no les ha importado las derivaciones futuras que habría de tener su ilógico proceder. Contemplo con irritante sorpresa la indiferencia de nuestros gobernantes en este asunto.

Mucho mejor sería que el Estado pueda hacer todo lo presupuestado con una parte de los ingresos, quedando entonces un superávit, que representa lo que se conoce como ahorro interno y que sería una especie de flujo libre que podría aplicarse a la disminución de la deuda pública o a construir una presa necesaria. Hace muchos años que esto no sucede.

El déficit fiscal de cada año debe ser financiado de una de dos maneras: con más impuestos o con deuda pública. Es complicado y engorroso subirle los impuestos a la población sin contar con el peligro de una insubordinación general, pues la ciudadanía está consciente de que le merman su disponibilidad de ingreso o dinero, porque le están poniendo a pagar un festival de despilfarro sin sentido que llevó a cabo el gobierno o los gobiernos anteriores. Los políticos de ahora cuando piensan que hay que sacrificarse por el país, siempre piensan que eso le corresponde a la ciudadanía únicamente, cuando realmente son ellos los verdaderos culpables del mal manejo de las finanzas de la nación.

Resulta injusto e inaceptable que se hable de la necesidad de una reforma fiscal, que es casi lo mismo que aumentar los impuestos, para cubrir gastos innecesarios que muy bien podrían ser fácilmente suprimidos primero. Por ejemplo, el alto nivel de gastos en comunicación gubernamental, la abultada nómina estatal, los subsidios a sectores que no lo necesitan, el derroche de funcionarios y de congresistas. Todo esto es un malgasto censurable, sobre todo en países con tantas carencias sufrida por su población, como por ejemplo la falta de agua potable en muchas comunidades.

El gasto eficaz y prudente de los recursos públicos, que no es otra cosa que los aportes que hace la población a través de tributos, es una muestra fehaciente de desarrollo.

La población tiene que exigirle a los gobiernos que reduzcan sustancialmente el déficit fiscal, para lo cual tendrían que reducir en esa misma medida los gastos. Ese déficit está hipotecando el futuro de las próximas generaciones irresponsablemente.

Advierto con intranquilo asombro la intolerable facilidad con que los políticos de estas últimas décadas han endeudado el país. ¡Esto debe detenerse ya!