No conocía el mundo la dulzura del Nazareno cuando el templo de Delfos revelaba el secreto de la sabiduría en una inscripción famosa hoy: “Conócete a ti mismo”.
Supimos de su existencia por boca de los historiadores y luego nos la metieron por los ojos las manos desveladas de los arqueólogos. La recibimos con admirado entusiasmo, nos tomamos el trabajo de aprenderla en nuestro idioma, luego en latín y hasta en griego, como papagayos, o con la indolencia de aquel simpático cura que tenía siempre a flor de labios una frase proverbial: “Haced lo que yo digo pero no lo que yo hago”.
“Conócete a ti mismo” γνωθι σεαυτόν
Si todos bajáramos al fondo de nuestras almas, como pescadores de perlas o buzos exploradores, descubriríamos la arena pulidora del orgullo; y si cada individuo se conociera a sí mismo, de seguro hallaría menos que censurar en el prójimo. Demostrado está que la murmuración nace de la ignorancia y del desconocimiento del YO interior.
Casi siempre el más dado a la murmuración es el más defectuoso, y sorprendente es la ceguedad que no le permite reparar en el relieve que a sus propios defectos imprime al notar los ajenos.
A nosotros nos sucede que cuando alguien nos habla de la ignorancia de Fulano, por ejemplo, inmediatamente nos hiere el oído la mala pronunciación del murmurador, o si de la inelegancia de Zutana, como por arte de encantamiento nos salta a la vista la de nuestra autorizada interlocutora. Y de aquí venimos a inferir que hablar mal de otro es atraer la atención sobre nuestras imperfecciones. En cambio, expresarse bien del prójimo pone de manifiesto las pequeñas prendas que nos adornan y pasaban inadvertidas.
Si no por bondad y comprensión, nos conviene no murmurar por interés egoísta, para que no nos desnuden y resplandezcan las diminutas parcelas de oro que en cada ser humano ha depositado Dios.
Murmurar es de espíritu mezquino, inculto, ocioso y de escasos recursos. Sin embargo ¡cuántos murmuran!… Llegan hasta deleitarse en tales prácticas y experimentan su tiránica necesidad hasta el punto de no poder abrir la boca sino es para denigrar al prójimo.
La sociedad actual va mereciendo cada vez menos el tan preciado calificativo de culta, debido a los temas ligeros y pocos honrosos de sus pláticas, muy a menudo semejantes a torneos de maledicencia. Es raro asistir a una reunión sin pasar por la pena de encontrarse sentado a la mesa, frente a los despojos de algún ausente. Cuando en el momento culminante aparece de cuerpo entero el despedazado, sentimos la carne de gallina al considerar la cortedad del saludo con que será recibido. Pero, no, se le tributa la sonrisa más amplia y cordial, el apretón de manos más efusivo, y si para mayor infortunio pertenece el deslucido al bello sexo, se le aplica entonces un beso de Judas en la dócil mejilla. Nos ponemos fríos, porque nos asalta el terror de recibir igual tratamiento en la primera ocasión. Así vivimos entre individuos como entre naciones, sin saber a qué atenernos: cuándo nos mienten y cuándo nos obsequian con el raro don de la sinceridad.
No hace muchos días nos referían el caso de una señora, en cuya elegante residencia tienen lugar envidiadas reuniones. A la hora de despedirse, todos vacilaban en tomar la delantera, seguro cada uno de ser víctimas de las lenguas despiadadas, una vez vueltas las espaldas. Pero si estos invitados practicaran el sabio consejo griego: “Conócete a ti mismo”, no le sería tan mortificador el iniciar la partida. Se llenarían de indulgencia para con sus congéneres, porque si en el subsuelo de sus almas no encuentran los mismos defectos del hermano, descubrirán otros, y a cada descubrimiento se les encenderían las mejillas con la vergüenza de la injusticia cometida, pues vendrían al caso las palabras de Jesús: “El que se halle limpio de culpa, que arroje la primera piedra”.
Además, el conocimiento de nuestros defectos nos encamina los esfuerzos de la voluntad a la limpieza de nuestro corazón. Y si logramos despojarnos de ellos, seríamos mejores, no cabe duda, y la indulgencia originándose de la bondad, cesaríamos de ejercitar las tijeras linguales en la carne fraterna.
“Conócete a ti mismo” γνωθι σεαυτόν
En las manos de cada uno está el hacerlo, contribuyendo así al mejoramiento de la Humanidad. Murmuremos un poco menos para emplear ese tiempo sobrante en la exploración de nuestras honduras anímicas. Si a esto agregamos el estudio que ocupa la mente útilmente, enriqueciendo nuestro bagaje cultural y capacitándonos para verter amenidad en la conversación, no nos veríamos en la triste necesidad de desprestigiarnos con el brillo que le restamos al prójimo.
“Conócete a ti mismo” es máxima de actualidad perenne, que cual índice inmutable señala el camino del mejoramiento moral, intelectual y social. Sólo después de revisar nuestro guardarropa nos es dable percatarnos de los trajes maltratados que no merecen conservarse y de los nuevos que los reemplazarían, más en armonía con la moda en boga, para mayor encanto de nuestra persona.