La mujer vivió una época enloquecida por la apariencia física y los bienes materiales: dietas, gimnasios, cortes de pelo, cirujanos plásticos, dinero, joyas, ropas, juguetes electrónicos, carros, casas, seducción… Los tópicos de moda, siempre.
Muy pronto le supieron a vacío los halagos a sus lindas manos, a sus sensuales labios, a la sombra en el surco del pecho. Y quiso ser amada por su alma.
Pero el amor por las almas no era una tendencia. Nadie exclamaba: ¡Qué alma tan atractiva tienes! ¡Cuán hermosa llevas el alma hoy! Y nunca escuchó preguntar: ¿Qué haces para mantener el alma en forma?
Sin arredrarse, empero, propuso a su amante que la amara por su alma.
—¿Significa que no tendremos sexo?—preguntó el hombre, aturdido.
—Lo que quiero es que nuestras almas se conozcan y se amen hasta la eternidad— contestó ella.
—Así la relación no va a funcionar—ripostó el amante. Y se fue.
Entonces la mujer visitó a sus amigas, una por una, con la misma propuesta. La más sabia, le inquirió:
—En realidad, ¿tienes un alma bella? ¿Le has tomado fotografías? ¿Hay algún espejo que la refleje? ¿Cómo nos daremos cuenta si la hermosura de tu alma mengua o crece? Si no podemos verla, no podremos amarla—sentenció.
La mujer dedicó los años siguientes a mostrar la belleza de su alma: dio pan al hambriento, asistió al enfermo, aconsejó al desesperado, se apartó del mal, habló cotidianamente con Dios y hasta oró por personas desconocidas; pero su interior continuaba invisible a los ojos humanos.
Una noche, mientras descansaba, escuchó una cálida voz que la llamó por su nombre y a la cual no pudo resistirse.
Convertida en alma en estado puro, la mujer se fundió en un abrazo con el ser primigenio que la creó. Y con la alegría de quien recibe la respuesta toda una vida anhelada, lo supo: Dios la amaba celosa, maravillosa y eternamente.