Un amigo mío sevillano, llamado Manolo, me contaba con el gracejo que solo estos andaluces pueden tener, una anécdota a mi entender muy simpática, y que demuestra que el paradigma de que las mujeres han mandado siempre en la casa, no es una cosa de ahora si no que viene de muy antiguo, de toda la vida, y no el resultado de una batalla recientemente ganada por el feminismo encendido y reivindicativo, como dicen, para hacer valer sus merecidos derechos y su sacrosanta dignidad.

Bien, mi amigo Manolo estaba haciendo el servicio militar que por los años cincuenta del pasado siglo era obligatorio, en la preciosa ciudad Sevilla, en un cuartel cuyo jefe máximo era un General de los de antes, un militar intratable, duro, implacable, y que además había combatido en la Guerra Civil a las órdenes de Franco, tan estricto, que arrestaba a soldados y oficiales por la más mínima tontería. Bastaba una ligera arruga en el uniforme, un botón mal cosido, no estar lo suficiente parado en posición de firmes, o cualquier otro descuido que se le antojara como falta, para acabar arrestado días o semanas, y sin permiso de salida tan esperado de los sábados o domingos.

Tanto era el temor, que los soldados en connivencia con los oficiales, inventaron un sistema de alarma a base de silbidos  y señales para avisar, desde muchas calles de distancia, la llegada de tan temido General y evitar en lo posible cualquier descuido que les pudiera llevar al calabozo a los reclutas, o al llamado cuarto de banderas, donde cumplían sus arrestos los oficiales.

Un día, Manolo, que a estas alturas del escrito ya es canchanchán nuestro, fue requerido por el General por sus conocimientos de electricidad para que fuera su residencia a repararle un aparato de radio que estaba dañado. Así, que de inmediato se presentó en la casa del alto militar con todo el miedo metido en el cuerpo, pensando por si no acertaba con la avería, como decía la canción aquella, lo iban a mandar a galeras a remar.

Pero resultó que mientras estaba manipulando los cables y las tripas del aparato de radio, llegó la mujer del general, una sevillana de armas tomar como dicen por allí, y de muy mal talante le preguntó a Manolo que estaba haciendo en su casa sin su permiso, el General trató de explicarle y de inmediato entabló una gran bronca con el temido General, que recibió de su mujer y delante de Manolo una sonora bofetada ¡Zas! y ahí, sin más, se acabó el pleito.

Al salir, el General le pidió a mí amigo que no contase lo sucedido a nadie del cuartel.

A partir de ese día, a Manolo nunca lo arrestaron por faltas que otros les hubieran supuesto muy duros castigos, además de disfrutar de numerosos privilegios que todos, soldados y oficiales, no lograban explicarse cómo podía obtenerlos sin tener un muy alto enllave político, militar, o religioso.

Por supuesto Manolo no le contó  a nadie el secreto de cómo consiguió la visa para un sueño de Juan Luís Guerra: pasar todo el servicio militar sin arrestos, sin agrias recriminaciones, sin hacer agotadora guardias nocturnas, o sin pasar por la cocina a pelar grandes sacos de papas, gracias a la oportuna cachetada dada por una hembra de temple a todo un General que tenía varios miles de hombres rudos temblando bajo su mando. Seguro que no era la primera que recibía, ni seguro sería la última.

Que gran verdad la del dicho: con las mujeres, en casa o fuera de ella, no hay quien pueda. Ni antes, ni ahora, ni después.