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En la excelente novela La Cabaña del Tío Tom, escrita por Harriet Beecher Stowe, inspirada en las inconsecuencias de la esclavitud del negro en los Estados Unidos, hay una frase que se me grabó para siempre: “La vida es lo que le queda más cerca a la muerte”; que también es viceversa porque la muerte es lo que le queda más cerca a la vida. El ser y su sombra. La sombra y su ser.
Salvo que se esté enfermo de muerte, o en edad muy avanzada –“la vejez es una enfermedad”, decía mi mamá al acercarse a sus 95 años-, la muerte de alguien de uno o conocido de uno como que nos sorprende y a veces como que nos molesta porque nos pica cerca.
Tres muertes como quien dice en cadena, la de un tío, hermano de mi mamá, y las de dos colegas periodistas, me han conminado a reflexionar acerca de las improntas de la muerte.
Mi tío materno Pedro Julio Estrella murió en mayo último de 102 años y medio, lúcido y sin enfermedad diagnosticada. Siempre delgado, de baja estatura, fue dúctil, dulce, tranquilo, equilibrado, dueño de una de esas sonrisas espontáneas inolvidables… Nos veíamos “de vez en cuando y de cuando en vez”, como solía decirse, esto es, que el contacto era infrecuente, y con mi mamá de por medio.
Tal vez murió con una honda espinita en el corazón: a sus 100 años le había propuesto matrimonio a su bella masajista, la que le dijo que le respondería dentro de un año, y al cumplir sus 101 él le recordó su propuesta, y ella le dijo pícaramente que le respondería en su próximo cumpleaños; por lo que entonces él le observó:
-Ya yo veo que este matrimonio va a ser en el Cristo Redentor.
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El segundo de los fallecidos, mi amigo y colega, ex compañero de labores Pedro Ventura Santana murió a los 64 años al cometer suicidio, lo que me impactó ya que por sus rasgos temperamentales esa acción estaba a año luz de la ley de sus probabilidades.
“¡Pedro!”, como siempre le llamé-grité en las redacciones de las estaciones de radio en las que laboramos o en las lides sindicales periodísticas fue de los reporteros y redactores destacados de las décadas del reinado de los noticieros radiales. Era de una sola cara y transparente como el que más, siempre y cuando no se tratara de las confrontaciones sindicales en las que teníamos que saber mover la cabeza como hacen los boxeadores para sobrevivir en la pelea.
“¡Pedro!” se salió de mi visual y de la de muchos -¡craso error!- y en cierto modo se apartó del personal que constituyó su entorno profesional. A veces alguien me informaba de su discurrir, pero horas después mis visuales de otros me lo arrinconaban.
En la vida todo cambia, y el mismo cambio cambia a estadios diferentes en cumplimiento de la ley de renovación de la vida, pero de ningún modo debemos ceder a la tentación de la ruptura con el buen ayer que fuera nuestro presente. Vivir en el pasado, ¡no!, pero vivir sin pasado es como vivir sin sombra bajo el sol ¡y del mediodía dominicano!
Me concome tan sólo pensar en su increíble suicidio porque me lleva a construir en mi mente escénica aquel instante de la pistola en su cabeza, su dedo índice derecho en el gatillo y la desaparición para siempre de su sonrisa fraterna cada vez que nos pechábamos en el duro oficio de escribir noticias y comentarios. Dios guarde a “¡Pedro!”.
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Como me pasó a mí desde que perdí la “Fe” (de Felipe) y entonces me llamaron Lipe, Edmundo perdió la “Ed” (de Edmundo) y a su “mundo” lo minimizaron “Mundito”, y pasó a ser el Mundito Espinal de brazos abiertos, sonrisa plena, el decir frescachón y la verdad sonora.
Quienes conocimos a Mundito Espinal en las lides políticas sabemos que este Mundito Espinal no era aquel, que él se había sucedido a sí mismo. Era arrojado, aventurero, firme e intransigente con los principios y luchó en pareja con su hermano Manny Espinal, muerto en un accidente automovilístico una década atrás. Fueron de los preparadores y pioneros de la revolución constitucionalista de 1965. Sus aportes desde antes a la lucha democrática son significativos.
Lo recordaré como la bella persona que siempre fue y sobre todo recordaré su magnífico sancocho cada año en Covacasa, San Cristóbal, y la ocasión en que, haciendo gala de originalidad, grabó uno de sus programas con preguntas sobre el sancocho dominicano, el único.
A sus 89 años se nos fue luego de achaques por varios años, los que nunca, ¡jamás!, le turbaron el ánimo frente a los demás. No estuve en su velatorio porque prefiero recordarlo vivo, “sancochiando” y, desde luego que sí, “traguiando”