“Las pasiones de los hombres no se someterán a los dictados de la razón sin coacción”-Hamilton.
La trágica y lamentable muerte del comandante de la policía preventiva de Baní, Daniel Ramos Álvarez, demuestra de repente cómo opera a sus anchas el tenebroso negocio la droga en todo el territorio nacional. Ese crimen pone a flote una verdad que muchos prefieren ignorar y que es parte de la dura cotidianidad de los barrios pobres de las grandes y medianas ciudades de la República Dominicana.
¿Qué pasa en los barrios? La gran mayoría de jóvenes de nuestros barrios, en edades comprendidas entre los quince y veinticinco años, compone una importante porción de nuestra población irremisiblemente perdida; ella muestra sin rodeos la firme y peligrosa convicción de que la sociedad no les deja alternativas decentes de sobrevivencia, con más razón careciendo de educación básica y siendo como son prisioneros del efecto demostración de las fortunas fáciles que hormiguean en sus alrededores y que cuentan, factor agravante, con la bendición y la protección de las propias autoridades.
Es fácil comprobar cómo grandes contingentes de muchachos saben más de tendencias musicales aberrantes, de narconovelas (algunos han adoptado hasta el conocido estilo de hablar de los famosos narcotraficantes) y de sus grandes héroes ricos, que de los procesos clave que son parte de la cotidianidad nacional. Sabemos que apenas pueden escribir una nota legible al mismo tiempo que hacen gala de una memoria fabulosa canturreando las vulgares composiciones callejeras del Trap, Reguetón y otros productos culturales que, no importa cómo se explique su génesis, son en realidad armas letales que están socavando las bases morales, el orden y la autoridad de muchos países.
Estos son los jóvenes que alimentan el gran negocio del final de la cadena del narcotráfico, las ventas al por menor, las cuales, conforme a estadísticas recientes, se llevan alrededor de dos tercios (66.6%) de los ingresos totales producidos por la aciaga actividad en los países que, como el nuestro, se caracterizan por ser puentes y consumidores a la vez. Se sabe que los narcotraficantes que llevan las drogas por los países de tránsito se apropian del 20-25% de los ingresos, mientras que poco menos del 1% del total de ventas al por menor llega a los cultivadores sudamericanos y de otras regiones. Los puntos de drogas devienen así en un negocio tan insospechadamente lucrativo como en extremo riesgoso y temerario.
Los grandes organizadores de envíos de drogas al gran mercado de los Estados Unidos, país que cuenta con la mayor demanda mundial de estupefacientes, y también a determinados países europeos con requerimientos crecientes, son con frecuencia al mismo tiempo dueños de las redes de venta al por menor y de sus conexiones con el llamado microtráfico, resultando que figuras como las de Rafael Antonio Díaz, alias Buche, son secundarias o subalternas de capos que todo el mundo sabe dónde viven y cómo viven y también dónde operan sus negocios y celebran sus cumpleaños.
La proliferación y señorío de los llamados puntos de droga no es un fenómeno exclusivamente banilejo. Cada ciudad grande o mediana dominicana tiene una estructura de venta de drogas al por mayor y al detalle que paga grandes sumas de dinero a quienes deben perseguirla y desmantelarla. Todavía más: en las economías de estas ciudades podemos olfatear con facilidad las llamadas zonas grises, es decir, negocios legales dedicados al blanqueo de cientos de millones de pesos procedentes del narcotráfico.
La propagación de estos puntos, integrados por maleantes, atracadores y asesinos a sueldo, se explica, a nuestro entender, por la combinación de tres factores, a saber:
Primero, la gran oferta de jóvenes descarriados que tienen la profunda convicción de carecer de alternativas productivas legales o informales, jóvenes absolutamente iletrados que están bajo la fuerte influencia de las aberraciones y mensajes diabólicos de las nuevas tendencias musicales, las narconovelas, el efecto demostración de sus iguales afortunados y la falta de sombra, calor y orientación de una familia integrada y de principios.
Segundo, se trata de puntos de hecho legitimados por las autoridades competentes, protegidos y subordinados a ella por la fuerza de enormes chorros de “baqueos” (sobornos, compra de su silencio con protección física incluida algunas veces). Una autoridad vulnerable cuyos bajos y medianos mandos devengan sueldos de miseria y trabajan en condiciones indecentes, pero que son de todas maneras parte de una pirámide siniestra de tributación subterránea que nadie quiere advertir.
Tercero, el descuido palpitante de las nuevas generaciones por parte de las clases políticas gobernantes, descuido que tiene ya un efecto acumulativo socialmente devastador y desafiante.
El abominable crimen del coronel Álvarez en el sector Santa Cruz de Baní, en compañía de sus cobardes colegas, los dos de alta peligrosidad, tiene, como todo hecho en la vida, un lado positivo: mostrar una vez más a la sociedad de manera fehaciente lo que ella sabía: que el crimen del narcotráfico convive en francas y abiertas relaciones fraternales con una buena parte de lo que llamamos autoridad. Hace mucho que este temible flagelo está entronizado en las estructuras y principales instancias decisorias del sistema político.