Si, después de todo, hay algo benéfico en la muerte del otro es la ocasión única que nos brinda de repensar nuestras vidas. La muerte obliga a revisar todos los presupuestos en que descansa la vida que vivimos. Ante su realidad desnuda todo queda suspendido: ella es la puesta en cuestión última de todas las cosas. “Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida (…) Hay que morir como se vive”, reflexiona Paz.  Y Blanchot sugiere: “Se muere, pero se muere mal porque se ha vivido mal”.

Escándalo mayor en el epicentro mismo de nuestra conciencia moral, la muerte  no deja de ser ese hecho tan natural que nos pasa a todos, el más natural de todos. Sabemos que vamos a morir. Más aún: que tenemos que morir. Y, sin embargo, nos negamos a morir. Y no sabemos sacar las consecuencias de esa verdad suprema. Un día, todos moriremos: yo, que escribo estas torpes líneas, y el lector, que las lee, y los no lectores, que jamás las leerán.  El problema no es la muerte, sino la vida: cómo vivimos, cómo debemos vivir. Y casi nunca sabemos vivir, o vivimos mal, o vivimos sólo al día, o planificando demasiado el futuro, como si fuésemos a vivir eternamente, como si nunca hubiésemos de morir.

Hay quienes no quieren, o no pueden, asumir el fracaso como parte de la vida de todos, pues les es insoportable imaginarse a sí mismos en un mundo de fracasados.  Hay quienes sufren una situación intolerable para la que no se hallan preparados. No pueden comprender que la vida tiene más de una salida y que sus reveses se deben soportar estoicamente, con fortaleza, con cierta serena indiferencia.

Frente a ese escándalo mayúsculo que es la muerte siempre he admirado la actitud digna y superior que muestra el verdadero cristiano. Para éste, aunque dolorosa, la muerte en verdad no existe: es sólo un tránsito a la otra vida, un puente hacia la eternidad.  Él se aferra a esta fe y ella le basta y le sobra y le sostiene para enfrentar los embates de la vida y la muerte.  Si Cristo ha vencido la muerte, como proclaman las Escrituras, nosotros, por la fe en Él, podemos también vencerla.  Por eso, no hay nada que temer.  Esta es la dignidad y la superioridad del cristiano sobre los demás hombres, creyentes o incrédulos. El hombre no es un ser-para-la-muerte, sino para la Resurrección. La muerte no es, pues, acabamiento, aniquilamiento final, como temía Unamuno, ni tampoco triunfo definitivo de la especie sobre el individuo, como pensaba Marx, sino tránsito, puente, paso necesario a la vida eterna.  Esta fe inconmovible lo enfrenta todo, lo soporta todo, lo supera todo, incluso el hecho escandaloso de morir: “Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Filipenses 4:13).

Pienso en seres que han muerto, en tristes destinos, en la corta duración de vidas que se pierden, en malogrados planes para el futuro y sueños de retornar a la isla, que se hunden para siempre en el absurdo y la nada.  Pienso en esas muertes tan cercanas -como la de mi padre- y siento que de algún modo ellas iluminan mi vida única, irrepetible.

Hace algunos años alguien cercano a mí agonizaba lentamente en una clínica. Le visitaba todas las tardes, a la salida del trabajo, le hablaba y le daba ánimo.  Veía su cuerpo enfermo, minado por una enfermedad mortal, le veía retorcerse y moverse inquieto de un lado a otro de la cama buscando acomodarse, y le oía quejarse con débil voz.  Se movía y se quejaba, abría y cerraba los ojos, y luego se rendía al sueño.  Yo sabía que pronto iba a morir, que ya estaba desahuciado y que allí, enfrentado a las frágiles esperanzas de la familia, sólo dilataba su agonía. Le quería y le debía mucho. Le miraba sin poder ayudarle y me aferraba a un hilillo de esperanza mientras tuviese un soplo de vida. Pero él se estaba muriendo y lo sabía. Era su fin. Entonces comprendí que el único soporte de aquella esperanza mía era el amor, mi amor por él, mi cariño por un ser entrañable a quien debo más de lo que siempre creí y que jamás volveré a ver en esta vida. 

Yo contemplaba al tío Nengo con dolor, triste y conmovido, y, al hacerlo, me contemplaba a mí mismo, y su agonía era mi futura agonía, y su morir preludiaba mi morir, porque la muerte del otro es señal inequívoca de la propia.  Y su muerte fue para mí como un atisbo de Dios.