La muerte, tras una larga enfermedad, del presidente argelino Huoari Boumediénne (27-12-78), a la edad de 46 años, planteó muchas incógnitas políticas respecto al futuro de esa estratégica región del norte de África.
Cualquiera que fuera su sucesor, entre una extensa lista de viejos colaboradores y patriotas de los ya lejanos días de la lucha anticolonial contra Francia y la temida organización del Ejército Secreto (OAS), quedaba por decidir sobre algunas cuestiones vitales, como es el respaldo al llamado Frente Polisario, en el Sahara Occidental, y otros grupos guerrilleros árabes.
Pero su muerte dejaba pendiente también el misterio sobre uno de los asuntos mejor cuidados durante los 13 años de régimen de mano dura de Boumediénne y que aún conserva, a pesar del largo tiempo transcurrido, todo el sentimentalismo patriótico que despertó durante eufóricos tiempos iniciales la independencia. Me refiero, naturalmente, al misterio de la muerte de Ahmed Ben Bella.
Boumediénne llegó al poder a mediados de junio de 1965 por la vía más sórdida siendo ministro de Guerra de Ben Bella, él patriota y revolucionario de largo historial e idealismo puro. Encabezó un golpe de Estado que envió al presidente Ben Bella de nuevo a la cárcel.
La teatralidad que caracterizó muchos de los actos de Estado del líder argelino fallecido a través de su largo mandato, envolvieron la acción contra el hombre que había depositado en él la conducción del Ejército. La noche del golpe se rodaba en la capital argelina una película sobre la guerra de Argel. En algunas de las zonas de la ciudad se habían estacionado tanques y otros vehículos militares usados en el rodaje.
Los tranquilos argelinos que esa noche vieron avanzar las tropas sobre el austero palacio donde Ben Bella se disponía a acostarse, después de una dura jornada de trabajo, no sufrieron ningún sobresalto. En los días anteriores, escenas como esa eran frecuentes en esa Argel pletórica de propaganda patriótica y amenazada aún por los resabios de un colonialismo francés moribundo.
No hubo resistencia alguna. La conspiración había sido cuidadosamente calculada en todas sus posibilidades desde muchos meses atrás. Ben Bella, que tenía sólo dos años en el poder, había sido advertido en repetidas ocasiones de la trama y el peligro que sobre él y la revolución se cernía.
Pero su confianza en Boumediénne, con el que había sufrido la amargura de la guerra y la tristeza del fracaso en los años de la resistencia contra Francia, era casi ciega.
Los traidores de la causa revolucionaria no tenían pretexto válido para el golpe.
Ben Bella era un patriota a toda prueba. Había adquirido experiencia militar en las filas aliadas contra los nazis en diversos frentes. Su valor en el campo de batalla lo convirtió en un héroe para los argelinos. De vuelta a la patria se entregó al quehacer político y su ascenso fue vertiginoso.
Dos veces conoció Ben Bella el horror y la soledad de la cárcel colonial francesa. Pero logró escapar para reorganizar la lucha a través del Frente de Liberación Nacional (FLN), que luego se convirtió en el partido de la revolución argelina.
Así, pues, la camarilla golpista sabía que el asesinato de Ben Bella podría conducir fácilmente a una guerra civil. Temía, asimismo, que su encarcelamiento o su exilio en condiciones normales inspirara a la rebelión contra el nuevo orden de facto. Boumediénne decidió entonces que el expresidente fuera condenado al ostracismo dentro de la propia Argelia.
El arresto no presentó dificultad alguna. Ben Bella detestaba las medidas exageradas de protección y siempre descuidó las precauciones. Por eso le bastó a un oficial de su propia guardia con una pistola para entrar a su dormitorio, cuando se disponía a acostarse para cerrar un capitulo y abrir una de las páginas más negras en la historia turbulenta de ese extenso país árabe del norte de África.
Como un prisionero cualquiera, Ben Bella fue conducido en la parte de atrás de un vehículo militar a un remoto lugar en el desierto donde, bajo tierra, fue mantenido en confinamiento bajo las peores condiciones imaginables, incomunicado del resto del mundo.
Por razones políticas del momento, su muerte sólo preocupó a algunos dirigentes africanos, entre ellos Nyereré y Gamal Nasser, pero ello fue suficiente para que Boumediénne desistiera de cualquier propósito ulterior.
Con el tiempo, la presión internacional mejoró las condiciones carcelarias del gran dirigente argelino, pero Boumediénne jamás accedió a su libertad y apenas consintió en su traslado, algunos años después, a un lugar donde se le permitió leer e incluso casarse con una joven admiradora y militante del FLN. Ben Bella y su esposa adoptaron dos niños y esta circunstancia hizo menos pesado su cautiverio.
Muchos años después, la suerte de Ben Bella seguía siendo un misterio. La última vez que se supo de él, la soledad y las severas condiciones de aislamiento, constantemente vigilado por 300 soldados con metralletas, de aquel sonriente revolucionario que había sobrevivido a las faenas más difíciles, sólo quedaba una cara ajada y marchita por las arrugas.
Ben Bella dijo una vez, al explicar cómo había podido soportar los rigores de las ergástulas francesas, que "un revolucionario no se suicida". Esto explica, quizás, por qué aguantó estoicamente la de su sucesor Boumediénne, quien le despojó del poder, le aisló de sus compatriotas pero no pudo asesinar su espíritu ni la admiración de millones de argelinos. Murió finalmente el 11 de abril del 2012, a los 96 años de edad, 34 años después de la muerte del hombre que lo derrocó.
(*) Miguel Guerrero, periodista y escritor, es Miembro de Número de la Academia Dominicana de la Historia.