El tío Jorge, en los cuentos de la familia, había pasado todos los sábados de su juventud dedicado a amanecer bailando en el Hospedaje.

El Hospedaje era el Mercado Público. Situado a la orilla de una de las muchas curvas del rio Yaque cuando pasa por Santiago. Sus calles eran de un lodo verde, mezcla de aguas de distinto origen, hojas de yuca, cáscaras de plátanos, tallos y hojas de batatas y de lechugas y repollos. Todo mezclado y apisonado por zapatos, botas, pies descalzos, guaymamas, y pezuñas de burros y mulos. El tumulto humano de los días pasaba a ser lúgubre y silencioso por las noches, pero con un poco de atención llegaban las brisas del rio acompañadas de merengues típicos y canciones de guardias y campunos.

Llegaba la música, que en las calles casi ni se escuchaba, de unas seis casas de citas donde mujeres de mucha hambre y poco que ofrecer casi dormían en sus salas en sendas mecedoras a la espera de un cliente que las llevara a una mesa del patio, donde una vellonera colocaba los discos con las canciones de gusto del caballero que pagaba.

El tío Jorge cambió de lugar, pero no de hábito, por el club nocturno Palmeras, luego de más años y de mejor situación económica. Casi a sus cincuenta años, cambió radicalmente de vida.

Un vendedor ambulante se detuvo una tarde frente a su casa, donde él, recostado del friso de la galería miraba la gente pasar, todos los días de cinco a seis de la tarde, y le ofreció en venta un diccionario. No era cualquier libro, era de gran tamaño y grueso, con letras en relieve en su portada forrada de cuero. El tío Jorge preguntó de qué historias trataba ese libro y el joven vendedor al sentir que se le escapaba la venta, la cual creyó segura al ver aquel señor acariciando suavemente la portada de cuero y pasando ligeramente los dedos sobre las letras en relieve del título, solo pudo tartamudear y decir- no señor, no es un libro de historias, es un libro de palabras.

Y desde ese día, de cinco a seis de la tarde, y de día y de noche en todos sus ratos libres, estaba el tío Jorge en una mecedora Teresa, en su galería de la calle Beller, entre la Sánchez y la Cuba, leyendo palabras. Jamás volvió a bailar los sábados por la noche. Leía palabras, las subrayaba, y algunas las escribía en un cuaderno que pronto llenó y guardó, comprando uno nuevo.

Fresa -Planta herbácea rastrera. ¡Las fresas venían de una hierba! Y él que toda su vida pensó que eran de un árbol, así como las ciruelas o en paquetes como los limoncillos.

Cuando leyó que Hostia provenía del latín y significaba “víctima de un sacrificio religioso”, sonrió y lo escribió en su cuaderno de apuntes.

Los domingos a medio día, que se reunía la familia entera para la comida donde mis abuelos, había que escuchar entre el ruido de platos y cubiertos y alguien chupando un hueso de pollo, las nuevas palabras que traía el tío Jorge.

– Ese libro lo puso loco- dijo un día mi abuelo. Pero mi abuela, que solo era trabajo y dulzura, nunca permitía que algo ríspido quedara en el aire durante sus comidas de domingo- rápidamente exclamó- “ Ayy noo, si siempre dice palabras tan lindas”. “Cuéntanos cinco palabras más Jorge – que era su cuñado- de las que nos trajiste hoy”

“Currutaco- muy afectado en el uso de las modas. Pienso que esa canción de “currutá, currutá y bueno que tá”, deben haberlo sacado de ahí.”

“Datilero- palmera cuyo fruto es el dátil. O sea, que no es una mata de dátiles, es una palma, la que da dátiles”, agregando así siempre un comentario a sus palabras.

“Degollina- matanza de un gran número de personas”, mi abuelo levantó la cabeza del plato de comida y le miró a los ojos, “esa no es una palabra muy bonita que digamos”, o de animales, continuó el tío Jorge.

“Draconiano- relativo a Dracón, legislador de Atenas. Se dice de leyes muy severas”. Volvió mi abuelo a verle directo a los ojos.

Yo escuchaba con la boca, y los oídos, bien abiertos. Cuando terminó ahí mismo exclamé: “Ciudad Trujillo, la Atenas del Nuevo Mundo”.

-Ves, ves- dijo mi abuelo. “Ojalá se le olvide y no vaya a soltarlo en la escuela”, para seguido levantarse brusco de la mesa.

Intervino mi abuela. “Atenas, una ciudad tan linda. Todas las casas son blancas y todos los techos son rojos. Y Ciudad Trujillo también es muy linda. Está llena de árboles y el malecón de canas y matas de almendras”.

Mi abuelo salió al patio, arrastró una silla y se sentó bajo el parral y pidió que su café se lo llevaran allá. “Está loco de remate con ese libro. ¡Dios quiera! Que no le de a él y a toda la familia un gran problema”.

Es que el miedo caminaba entre los platos del almuerzo del domingo. Recién había llegado una invasión de barbudos por Constanza y las playas de Maimón y hasta la brisa de la tarde parpadeaba de terror.

Expedicionarios del 14 de Julio de 1959

Al día siguiente, lunes, me dirigía caminando por la calle San Luis hacia la casa de mis abuelos a almorzar. Pensaba que después de comer, podía pasar por la Clínica Almánzar, a ver a mi madre que recién había dado a luz al que resultó ser mi hermano menor. No recuerdo por qué me sentí algo cansado de caminar, seguro hacía mucho calor, y me senté un rato en los escalones de la galería de la casa de la tía Cristina, frente a frente a las escalinatas principales del Palacio de Justicia del pueblo. Serían como las once y algo de la mañana.

Ya yo había visto a guardias traer de la Fortaleza, al inicio de la calle, una cuadra más arriba, a presos que suponía eran juzgados o algo así, en el Palacio de Justicia.

Ese día fue distinto. Bajó de la Fortaleza un oficial y seis soldados, todos con fusiles, fusiles Fal, de los belgas, y entraron al Palacio de Justicia. Unos minutos después vino otro grupo. Tres hombres delante, uno detrás del otro, sucios a más no poder, con barbas y uno de ellos descalzo y otro con una bota sin cordones en un pie y descalzo el otro. Sus ropas parecían verdosas, pero en verdad, estaban tan sucios que no era fácil apreciar el color. Diez guardias les seguían, cada uno con su Fal.

Permanecí sentado en los escalones y vi como todos subieron las escalinatas y entraron al edificio que tenía enfrente. Todos silenciosos y noté que no se veía gente caminando en la calle. No era para menos, hacía mucho calor y la hora, casi medio día, se sentía como un peso en la espalda.

Duré unos minutos sentado donde estaba, quizás diez y al ir a ponerme de pies para reiniciar mi camino comenzaron a salir los guardias del frente y volví, de una forma instintiva, a sentarme.

Vi de frente a los tres presos. El segundo con el pelo y la barba arrubiados se fijo en mí y bajó los escalones mirándome. Hasta me pareció que quiso esbozar una sonrisa, pero se le notaba en la cara el dolor al caminar, era el que iba descalzo.

Todos se fueron, subiendo la cuesta hacia la Fortaleza y el que me había mirado, volteó la cabeza y volvió a verme. De repente la calle cobró vida. De la esquina de la calle 16 de agosto salieron unos obreros, muchos, como una docena, eran de los que cargaban las pacas de tabaco en La Habanera, la fábrica de cigarrillos que estaba en esa esquina y comenzaron a vociferar-“ Viva Trujillo, abajo el comunismo, Muerte a los barbuses”- y seguido salieron corriendo de vuelta hacia la fábrica.

Esta vez me puse de pies y, otra vez por instinto, entre a la galería apoyándome en el pasamanos, mirando hacia la calle. Volteé la cabeza y observé que de todas las tiendas y oficinas que había calle abajo en la próxima cuadra, salían cabezas de las puertas y ventanas.

Los guardias y sus presos se perdieron de vista al entrar de nuevo a la Fortaleza y la calle de nuevo lució desierta.

Luego de un rato corto reinicié mi ruta hacia la casa de mis abuelos, pero no pasando por frente a la Fortaleza como hacía siempre, seguí otra ruta que hasta más larga me resultaba.

Mi abuela, que ya me esperaba, abrió la puerta de su casa al sonar el timbre y casi seguido, y nervioso, le conté lo que había visto y escuchado. Me dijo – Oh, pasó eso. No se lo cuentes a tu abuelo, que tú sabes que todo lo pone nervioso y mejor aún, no se lo cuentes a más nadie, así él nunca sabrá que viste eso-.

Mi abuela era dulce. Nunca lo conté. Tampoco he olvidado nunca la mirada de ese preso arrubiado.