Apostar al fracaso del gobierno ha sido, ahora y siempre, la consigna de la oposición y en gran medida la causa de la incapacidad nacional para concertar acuerdos de largo alcance. Se cree así que la agudización de los problemas, sean institucionales, sociales, económicos o políticos, merma la capacidad de la administración de turno y allana el camino hacia un irremediable cambio político. Se pasa por alto que la herencia de una crisis no resuelta condena de antemano al sucesor. A esa tradición de la política vernácula se añade el choque de los intereses oligopólicos empresariales, inclinados a alianzas coyunturales que dificultan la creación del imprescindible clima de libre concurrencia necesario a la expansión de la economía y a la producción de riqueza.

Ante esa realidad, los gobiernos suelen actuar unilateralmente para encarar los problemas derivados de los grandes e históricos pasivos sociales, a veces por  la rivalidad partidista prevaleciente o  por efecto de sus propios prejuicios políticos. Lo cierto es que la búsqueda de una conciliación enfocada en procura de un gran pacto social en las condiciones que han imperado siempre, lucen en su mismo punto de partida condenada a morir, por lo que apenas se hacen esfuerzos para intentarla.

Así vemos como se entierran los esquemas de oposición constructiva, negando endosos a políticas y programas bien diseñados y ejecutados, en la falsa creencia de que al apoyarlos se incurre en un error y se otorga al adversario una tabla para sortear los malos tiempos. Esa característica de la pobreza del quehacer  político obstruye el sendero hacia el desarrollo y el bienestar colectivo, que el pesimismo no nos deja ver con claridad, a pesar de lo mucho que avanzamos. El potencial del país es tan grande que, aun en la peor de las atmósfera, no habría meta que no pudiéramos alcanzar si llegáramos a curarnos de esa miopía.