“A veces la mayor incomodidad es el silencio”- Otto von Bismarck.
Todo ciudadano merece que las actividades productivas de cualquier naturaleza estén debidamente reguladas, administradas y fiscalizadas. Ello es posible solo si desde el Estado se diseñan los instrumentos o medidas de políticas pertinentes. De hecho, las principales demandas de la sociedad tienen que ver con políticas agropecuarias, industriales y de servicios, así como sobre la normalización de otras realidades económicas, comerciales, financieras, sociales y culturales concretas. Si, estos legítimos requerimientos abarcan a todo el sistema económico nacional.
En este sentido, la industria minera es uno de los compartimientos productivos de la sociedad que menos pasa desapercibido, con más razón en países con reservas importantes de minerales metálicos y no metálicos, como es el caso de la República Dominicana.
Por las consabidas características técnico-funcionales de la minería, las pretensiones de normatividad, vigilancia, fiscalización, transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana y comunitaria vienen de diversos frentes: unos enarbolando discursos que se oponen categóricamente a toda actividad minera (a quienes hemos llamado desde esta columna fundamentalistas anti mineros); otros que proclaman su aceptación bajo ciertas restricciones y rigurosos controles, como es nuestro caso.
De hecho, creemos que la minería es el sector económico no solo de mayor visibilidad, sino también el que con más frecuencia enfrenta recurrentes estruendos publicitarios mediáticos en su contra.
A diferencia de lo que ocurre en otros países, nuestro sector estatal, curiosamente, es el que menos participa en el debate sobre minería. Su regla de oro parece ser la de abstenerse de tomar decisiones oportunamente o emitir conceptos o formular recomendaciones independientes y técnicamente fundadas.
Ciertamente, suponemos que el Estado es el mejor informado, el orientador por excelencia, el garante de la nueva minería responsable que pregonamos, el de las iniciativas de política robustas que ahora deben implicar por necesidad participación, inclusión y equidad distributiva.
Recordamos el caso de Loma Miranda cuando el gobierno remitió al Congreso sus consideraciones y pudo detener así la avalancha social contra el intento de aprovechar los recursos minerales que guardan esas lomas. Al margen de que se entiendan aceptables o no las razones entonces expuestas, el mérito es la palabra, no el silencio, como sucedió en la misma administración con el proyecto minero Romero de San Juan de la Maguana.
El mutismo estatal frente a los nuevos o viejos emprendimientos mineros, que cumplen y contribuyen con ingentes recursos a llenar las arcas de las finanzas públicas, no es para nada aconsejable, más bien le hace un daño importante, apenas perceptible, al país. Sencillamente porque, entre otras razones, la mudez estatal tiene lugar al mismo tiempo que la ciudadanía es receptora de un alud de datos, opiniones y recomendaciones, no siempre constatables de cara a la información objetiva y al conocimiento científico, siempre necesarios para fraguar posiciones ecuánimes, imparciales y de alcance sistémico.
Sabemos que la sociedad civil es parte activa del mundo de la oposición a la minería, es decir, los movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales, grupos académicos, líderes gremiales e iglesias, entre otros. Este bloque enriquece a menudo la interminable discusión sobre minería desde las legítimas convicciones e intereses que mueven sus planteamientos.
Estamos de acuerdo, en general, con sus representantes más realistas, de los que de una u otra forma formamos parte, porque mal haríamos en negar que la industria minera formal debe ser más visible, transparente y responsable, dejando espacios reales a la participación comunitaria y social en general.
Pero es al Estado a quien corresponde de derecho comunicar más y mejor; explicarnos para qué sirve esta industria; cómo es que funciona y debe funcionar en la actual etapa de su desarrollo; cuáles son sus aportes a las finanzas públicas; cómo tienen lugar sus operaciones y enfrenta sus inevitables desafíos técnicos, sociales y económicos.
El gobierno, al que le deseamos muchos éxitos en su gestión -mal haríamos en no hacerlo- debe decirnos si el actual marco normativo e institucional es el que necesitamos ahora en la segunda década del siglo XXI, luego de 50 años transcurridos desde su diseño. Debería adelantar también una posición fundada sobre si entiende que debe o no procederse con los estudios de Factibilidad Técnica y Económica (que cuesta mucho dinero) y de Impacto Ambiental que requieren la ampliación de las operaciones de la Barrick en Pueblo Viejo, Cotuí.
Debe decir qué es lo que quiere con la minería; cuáles son sus exigencias y sus capacidades técnicas; cuál es su política nacional para el desarrollo del sector; cuál su plan maestro para impulsar ordenadamente su desarrollo y garantizar altos y visibles niveles de responsabilidad inter e intrageneracional; cuál es el marco institucional y administrativo de la minería a la que aspira; cómo garantizar la equidad distributiva y participación ciudadana (que es un derecho, no un reclamo) y, finalmente, cuáles deberían ser los mecanismos políticos, institucionales, administrativos, técnicos y distributivos para que una parte de la renta estatal minera impacte efectivamente las aristas decisivas del desarrollo sostenible (sembrar minería).
Nuestra firme convicción, que nunca habría de tener visos de verdad absoluta, es que las minas modernas pueden gestionarse óptimamente y son parte esencial y motora de la historia de la humanidad, mucho más ahora que estamos en presencia del desarrollo impresionante de nuevas tecnologías de punta de las que, tanto pro mineros como anti mineros, disfrutan por igual y sin protestas.