Las empresas mineras grandes y medianas, y ni hablar de las corporaciones globales, pueden y deben contribuir al desarrollo de las zonas donde actúan, pero en realidad ellas no son las responsables del progreso de sus indicadores de desarrollo humano ni de la remoción  de sus estructuras productivas ancestrales ni de la falta-en muchos casos crónica- de oportunidades de su gente.

De hecho, predomina la creencia de que la empresa minera que llega, especialmente cuando se trata de una gran corporación transnacional, tiene una especie de varita mágica para solucionar el problema estructural del empleo, así como los viejas complicaciones que impiden el desarrollo integral de las zonas receptoras.

Varios relacionamientos equívocos ameritan algún razonamiento imparcial.

  1. Una cosa es la importancia macroeconómica de la minería como rama de actividad, y otra sus impactos en el desarrollo local.

La primera tiene que ver con su peso relativo en el PIB y en el sector externo, sus atractivos para la inversión extranjera directa y gravitación en el sistema nacional de tributación. La segunda, se refiere a los impactos parciales que derivan del plan de inversiones del gobierno y, parcialmente, de las contribuciones voluntarias o contractuales de la minería.

La primera puede ser importante y muy importante, la segunda apenas perceptible, y al revés: los aportes de las empresas mineras pueden llegar a tener mayor relevancia para las comunidades que los muy publicitados indicadores macroeconómicos, por lo menos desde una estricta perspectiva perceptiva.

Más allá de todo ello: los indicadores macroeconómicos mineros pueden ser muy buenos al mismo tiempo que las condiciones de vida de las comunidades involucradas podrían calificarse en muchos casos de precarias e inaceptables.

  1. Podemos deducir entonces que en realidad los impactos de la minería en el desarrollo están en función de lo que los gobiernos hagan o dejen de hacer con la renta estatal minera.

Porque una cosa es que esta renta se destine invariablemente a financiar gastos corrientes, apremios clientelares electorales, déficits presupuestarios y algunas obras de infraestructura en los grandes centros urbanos, y otra muy diferente es captar e invertir de manera eficiente la renta minera “…en capital humano, innovación, desarrollo tecnológico e infraestructura, y otras inversiones de largo plazo que permitan la diversificación de la base industrial y exportadora…” (ver: Almonte, Hugo, y Sánchez, Ricardo J., Hacia una nueva gobernanza de los recursos naturales en América Latina y el Caribe. CEPAL, 2016).

Para lo primero lo único que necesitamos es una clase política sin visión de desarrollo de largo plazo; para la segundo, requerimos un compromiso estratégico multisectorial -bajo el mando de un Estado emprendedor (ver Mazzucato, M. 2014)- con apuestas efectivamente orientadas a mejorar sustancialmente el sistema socioecológico total (ver: Gallopin, Gilberto. Cepal, 2003).

       3. Algo parecido sucede con los problemas ambientales preexistentes en una zona con probado potencial minero. Si bien es cierto que en muchos casos la minería contribuye al agravamiento de los problemas ambientales en lugares concretos, principalmente por la mala gestión del material estéril y los desechos de roca, también lo es el hecho de que, en sentido agregado, la minería, en la mayoría de los casos, aparece como una de las últimas causas explicativas de los grandes desafíos ambientales de las naciones que tienen minerales en explotación.

En los peores ejemplos, habría que ver si las autoridades tienen algo que ver con la manera en que se realiza la disposición final de los llamados relaves y cuál es la calidad del monitoreo de las presas que los contienen (la ruptura de la presa de Brumadinho puede resultar una buena lección para los reguladores de todo el mundo).

De hecho, en relación con los accidentes mineros, siempre descubrimos permisimidad, regulación ineficiente, irresponsabilidad de algunas empresas mineras y, sin duda, errores humanos. Y sí, estamos de acuerdo que todo ello puede conducir y de hecho conduce a lamentables tragedias ambientales y sociales.

Examinado este punto, nos preguntamos, poniendo de ejemplo nuestro país: ¿qué tanto tiene que ver la minería con la pérdida de cobertura forestal nativa y endémica que sí realmente amenaza la biodiversidad nacional? ¿Qué tiene que ver la minería con el inminente aumento del nivel del mar, el blanqueamiento de los corales, el aumento de frecuencia y fuerza de las tormentas, la erosión de las costas y el aumento de la presencia de sargazo (macroalgas planctónicas)?

¿Qué tiene que ver ella con el hecho de que la mayoría de nuestros grandes ríos se hayan convertido en apenas 40 años en literales cloacas?

¿Qué tiene que ver la minería con el incumplimiento desafiante de las normas actuales y falta de una Ley de Ordenamiento Territorial?

¿Qué tiene que ver ella con el agotamiento acelerado de las aguas subterráneas y su contaminación generalizada? ¿Cuál es concretamente su culpa con la pésima y anárquica gestión de los desechos sólidos? ¿Es acaso el leit motiv  del grave proceso de deforestación en toda la franja fronteriza?

Es cierto, no podemos permitir que la minería actúe por su cuenta, como si estuviéramos todavía viviendo en los tiempos del auge de la explotación del oro en la época taína (ver: Moya Pons, Frank. El Oro en la historia dominicana la époco colonial, 2016), o como si no existiera un Estado de Derecho. Al mismo tiempo, no podemos aceptar el peregrino alegato de que el desarrollo es posible sin el aprovechamiento de los recursos que la naturaleza distribuyó por el mundo de una forma bastante injusta.

En este sentido, sin perder de vista que existe un capital natural crítico que debemos preservar,¿tiene algún valor en términos de desarrollo progresivo declararnos incapaces de lograr el cumplimiento de criterios de sostenibilidad en el aprovechamiento de los recursos minerales?