“La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del Pueblo, dentro de un orden económico que atienda al desarrollo de la Justicia Social”-Juan Domingo Perón.
En decenas de naciones la minería es uno de los pivotes del crecimiento económico, impactando las finanzas, el comercio exterior y la ejecución de obras fundamentales de los gobiernos. Si tomamos en cuenta el renovado compromiso de las grandes empresas mineras con la sostenibilidad ambiental, así como cierto repunte del interés gubernamental por la gobernanza de los recursos no renovables en general, podemos afirmar que el sector comienza a servir en muchos países al desarrollo como proceso complejo y multidimensional que procura progresos materiales e intangibles en el tiempo, de manera gradual, pero continua (ver Reflexiones sobre la Industria Extractiva Responsable, 2018, el autor).
Es conocido que el desarrollo implica cambios, movilidad, ascendencia o escalada hacia nuevas formas y condiciones de progreso humano y social. Como señala Gilberto Gallopin (Cepal, 2003) “todos los sistemas vivos son cambiantes y lo fundamental no es eliminar los cambios sino evitar la destrucción de las fuentes de renovación, a partir de las cuales el sistema puede recuperarse de las inevitables tensiones y perturbaciones a que está expuesto debido a su condición de sistema abierto”.
El desarrollo así entendido es la mejor forma de describir la viabilidad del sistema económico: lo es, si garantiza los cambios y transformaciones positivas de la sociedad, bajo la condición de preservar sus fuentes de renovación; no lo es, si la producción de riquezas no es capaz de diseminar a toda la sociedad, en visible grado equitativo, sus beneficios, acelerando los indicadores del bienestar humano, científico y tecnológico, así como la seguridad y resiliencia del sistema todo.
Aquí enfrentamos la primera contradicción con los llamados fundamentalistas antimineros. Ellos parecen entender que ser sustentable es, como escribía Cecilia Goya de Riviello, directora general de Natura, “lavar las culpas y cuidar el medio ambiente”, cuando de lo que se trata es de ser justo, responsable con el ambiente y, por lo tanto, también económicamente viable.
En un país que dispone de abundantes recursos minerales no puede prohíbirse o limitar su aprovechamiento responsable. Las empresas mineras, especialmente las grandes corporaciones, están obligadas a las buenas prácticas y a cumplir cabalmente los requerimientos del marco de minería responsable. Pero la mayor responsabilidad en este asunto corresponde a los gobiernos.
Ningún Estado aceptaría “perseguir la sostenibilidad ecológica en detrimento del interés por los aspectos sociales y económicos, al punto de excluir a los seres humanos o aumentar la pobreza” (Gallopin, 2003). Si optáramos por esa ruta los gobiernos estarían aceptando que “el desarrollo sustentable es incompatible con la industria extractiva de minerales y que la minería en cualquier forma no es sustentable. Sin embargo, considerando que los bienes materiales de la sociedad moderna están fabricados en su mayor parte con productos minerales (Nowlan, 2001), la extensión lógica del argumento anterior sería que debemos regresar a la Edad de Piedra, pero sin canteras de sílice en mente” (Jeremy Richards, 2002, universidad de Alberta, Canadá).
Perdiendo de vista que la vida moderna es prácticamente impensable sin la minería, muchos hablan de esta rama industrial sin dejar de hablar de desgracias, desastres y destrucción de ecosistemas vitales. La realidad es que nadie niega que la minería salvaje, la que convive con gobiernos irresponsables y nada éticos, tiene antecedentes reprochables. La antigua Rosario Dominicana es un buen mal ejemplo. En la historia de la minería, en general, podemos encontrar hechos que realmente conspiran contra sus beneficios económicos.
No obstante, ¿significan están manchas en la historia minera que no podamos hacer las cosas correctamente mediante la observancia estricta de estándares y la incorporación de nuevas tecnologías y prácticas de avanzada que sabemos reducen al mínimo los efectos negativos de la actividad?
Nosotros creemos que es posible, siempre que la autoridad cumpla su parte como reguladora y sea transparente y técnicamente competente. Además, cuando ella rinde cuentas a la nación sobre los ingresos mineros (cuantía y destino), de manera particular en estos tiempos de tantos desafíos en diversos frentes del desarrollo, conquista la confianza y el apoyo de las comunidades, lo mismo que el respeto de las empresas mineras.
En general, las empresas extractivas no son las responsables del desarrollo de las comunidades donde actúan. Ellas no pueden menos que apoyar las políticas del gobierno y también hacen contribuciones puntuales a las comunidades donde actúan. Para nosotros, su mayor contribución es actuar con responsabilidad y estricto apego a las normas vigentes en la materia. Ahora vemos que no solo rinden cuentas a sus accionistas, sino que tratan de buscar consensos y acuerdos con las comunidades. Estas comienzan a ser integradas ampliamente a sus modelos de negocios y responsabilidades ambientales.