Es uno de los relatos más tiernos y conmovedores de la literatura y es sin duda impactante desde la primera línea por lo que tiene de sorprendente, por la “sensación de desasosiego y extrañeza” que imprime al lector. A muchos parecerá repugnante, intragable, pero no deja de ser tierno y conmovedor de alguna manera. A la manera de Kafka, que era un personaje kafkiano:
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos”.
No era un sueño, aunque aparentaba serlo, o más bien una pesadilla, pero Gregorio Samsa, viajante de comercio, luce en principio menos preocupado por lo que confusamente le sucede que por llegar tarde al trabajo. Toda su familia depende de él:
“‘Esto de levantarse temprano -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco’, y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario”.
La verdadera pesadilla comienza cuando el apoderado de la compañía para la que trabaja se hace presente en la casa para establecer el motivo de su tardanza. El padre, la madre y la hermana se alarman. Está en juego la economía, la supervivencia del clan. Gregorio Samsa hace lo imposible por saltar del lecho, incorporarse, reintegrarse a la normalidad, superar la absurda situación en que se encuentra, pero los resultados son desastrosos:
“Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que este ‘pregunteo’ era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.
“-Ahí dentro se ha caído algo- dijo el apoderado en la habitación contigua de la izquierda”.
Gregorio Samsa desciende a un círculo mas estrecho y profundo de su infierno cuando intenta hablar para explicar la situación. A él le resulta claro todo lo que dice y sin embargo, de su boca salen sonidos guturales, “una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar.” Los demás se asombran, el apoderado piensa que es una tomadura de pelo:
“-¿Han entendido ustedes una sola palabra? -preguntó el apoderado a los padres-. ¿O es que nos toma por tontos?
“-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre entre sollozos-, quizá esté gravemente enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! -gritó después.
“-¿Qué, madre? -dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la habitación de Gregorio-. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?
“-Es una voz de animal -dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre”.
Gregorio Samsa logra abrir la puerta con gran dificultad, utilizando la boca que no tiene “dientes propiamente dichos”, aunque sí “mandíbulas…muy poderosas”. Lo que sigue es razonablemente cómico y aterrador:
“Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un ‘¡Oh!’ que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente. La madre -a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba- miró en primer lugar al padre con las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto”.
Franz Kafka vivió o malvivió entre 1883 y 1924. La suya fue una existencia triste, miserable, agobiada por un padre tiránico, un insuperable complejo de inferioridad y una mala salud, entre otras cosas. Es quizás el más grande, uno de los más grandes escritores frustrados. “La metamorfosis”, publicado en 1915, es de muchas maneras un relato autobiográfico.