Mentir es común. Hoy más que nunca. Es tan común que nos resulta muy difícil identificar la verdad. Esta se ha tornado en una especie en extinción en el concierto de virtudes proclamadas por los antiguos moralistas. No tan sólo los políticos lo hacen. Todos competimos con ellos. Y es que el mentir es el pan nuestro de cada día en un mundo en el que los antivalores les han ganando la batalla a los valores: la verdad es desplazada por la mentira; el amor por el odio, la ternura por la violencia, la sinceridad por la hipocresía, la lealtad por la traición.
Mentir se ha convertido en una telaraña en la que ha quedado atrapado el hombre de hoy, que sólo aspira a acrecentar su fortuna material sin que le importe ya la otra, la fortuna espiritual, la que nos exige ―para dejarse conquistar― que seamos artífices de la verdad, de la honestidad.
Descubrir que alguien en quien hemos depositado confianza nos ha mentido produce en nosotros ―por lo regular― un sentimiento combinado de frustración, coraje y desaliento. Es en ese momento cuando pensamos que ya no se puede creer en nadie, aunque luego ―con el tiempo― cambiemos de parecer. A veces olvidamos o perdonamos y volvemos a cometer el mismo error de confiar en quien nos ha mentido. En este punto vale recordar la confesión del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900): «Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti». También la sentencia del filósofo griego Aristóteles (384 a.C.-322 a.C.): «El castigo del embustero es no ser creído, aun cuando diga la verdad».
El mentiroso despliega sus habilidades ―se las ingenia― para volver a engañar a la misma persona que, en su ingenuidad, piensa que quien le ha mentido ―hermano, hijo, amigo, esposo o esposa― no le mentirá nueva vez. Digamos que ―de buena fe― piensa el engañado que en esa persona el arrepentimiento ha hecho acto de presencia, desconociendo quizá que quien tiene el hábito o la manía de mentir se torna incorregible y aun en contra de su voluntad tiene que mentir como si, al hacerlo, le estuviera dando sentido a su existir.
La mentira es el alimento emocional del mentiroso, al extremo de que termina asimilando su mentira como si fuera una verdad absoluta a defender sin importar a quién haya perjudicado al mentir. Su mentira puede causarle la muerte o el desprestigio o el dolor moral más profundo a cualquier ser humano en su entorno, pero para él eso no tiene la menor importancia, razón por la que, a sabiendas, niega ante una cruz que no ha sido él el artífice de la mentira.
Cabe destacar en esta breve reflexión otro aspecto relevante acerca de la mentira: el de la persistencia en sostenerla y defenderla. Repetirla es el recurso que regularmente utilizan los políticos, siguiendo aquel principio propagandístico enarbolado por uno de los colaboradores más cercanos y leales de Adolfo Hitler. Nos referimos al suicida Paul Joseph Goebbels (1897-1945), famoso por su frase: «Una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad». Como todo un arquitecto de la persuasión y la manipulación, Goebbels conocía el poder devastador de la mentira para combatir al enemigo.
Se sufre mucho cuando intentamos desmontar una mentira que nos condena. Surgen siempre los morbosos, los enemigos gratuitos que siempre dicen presente a la hora de acusar alegremente con enfermizo placer. Es oportuno decir que es muy poca la diferencia que existe entre la mentira y el engaño. Ya lo ha dejado sugerido el novelista español Mateo Alemán en la siguiente frase: «Quien quiere mentir, engaña y el que quiere engañar, miente». Esto sucede cuando el mentiroso, por ejemplo, desvirtúa una verdad con el fin de confundir y hacer valer su “verdad”, que no es más que su mentira. Bien lo ha dicho el dramaturgo español Manuel Tamayo y Baus (1829–1898): «No hay mentira más perjudicial que la verdad disfrazada».
Otra forma de mentir es ocultar algo que debería ser dicho para aclarar o poner cosas en su lugar que de no decirse podrían constituir perjuicio para alguien. En este sentido el ensayista valenciano Joan Fuster (1922-1992) dice: «Muy a menudo, casi siempre, callar es también mentir». Por ejemplo, hay madres permisivas que les ocultan a los padres malas acciones de los hijos con el injustificado propósito de que aquéllos no apliquen quizá un castigo que ellas consideran doloroso para los seres salidos de sus entrañas. Podría ser en sentido contrario, pues hay madres de carácter más fuerte que el de los padres cuando se trata de la disciplina y la formación de los hijos.
Sí, consideramos que la mentira, como la telaraña, enreda, y envuelve al mentiroso en una red de sucesivas mentiras para ocultar una: es como entrar en un laberinto sin vuelta hacia atrás. Con mente muy lúcida el poeta inglés Alexander Pope (1688-1744) asegura que: «El que dice una mentira no sabe qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte más para sostener la certeza de esta primera».