Hay tantas razones para afirmar la belleza de la vida como para negarla. Unas y otras son a un tiempo válidas y refutables. Se podría decir que la vida es bella, y un segundo después opinar exactamente lo contrario. En realidad, poco importa lo que se diga: lo que cuenta es la experiencia interior de cada uno.
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Si en situaciones normales de la vida no es lícito mentir, en situaciones extremas es legítimo y aun deseable, pues nos ayuda a vivir. La mentira feliz es aquella que nos permite soportar la vida. Vivimos mintiéndonos. Si no nos mintiéramos sobre lo esencial (todo es absurdo y nada es importante), la vida se nos volvería sencillamente intolerable. Nadie aguantaría vivir todos los días de su vida frente a la desnuda verdad.
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“Vivir en la verdad”. La frase de Kafka, extraída de algún fragmento de su diario o de sus cartas, resuena hoy como una suerte de imperativo moral en un tiempo de imposturas y renuncias. Reparo en su dificultad. La exigencia de Kafka de vivir en la verdad es tan radical como insufrible. Y, al igual que la “existencia auténtica” de Heidegger, poco viable. Después de todo, ¿qué es lo que nos permite seguir viviendo sino nuestra enorme capacidad de autoengaño?
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Como la zarza ardiente de las Escrituras, la verdad quema a quien se LE acerca. Como la excesiva luz, ciega a quien la contempla. Por eso, nos cubrimos el rostro con la mano, a semejanza de Moisés en el monte Horeb.
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Admitamos honestamente que no podemos vivir siempre en la verdad, ni tampoco permanecer por tiempo indefinido en la autenticidad. Las mentiras felices nos rescatan de las llamas de su fuego helado.
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¿Qué he logrado yo tratando de ser auténtico? Nada, sólo multiplicar los equívocos propios y las aversiones ajenas.
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Si vivir es sufrir, como creen los budistas, de lo que se trata entonces es de ahorrar sufrimiento, de evitar dolor. “Lo que hay que buscar es no sufrir”, dice Flaubert. Es decir, dejar de vivir.
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Rechacemos el dogmatismo de la verdad tanto como el reino de la mentira. La búsqueda fanática de la verdad se vuelve nociva. Sabemos, por ejemplo, que no es bueno mentir a nuestros hijos, que debemos procurar que éstos crezcan en el conocimiento de la verdad y la práctica de la honestidad. Pero también sabemos que a veces debemos mentirles para evitar que sufran demasiado. El amor de padres debe volvernos más cuerdos. Cuidémonos, pues, de colocar cualquier valor o ideal por encima de la felicidad, de la vida misma.
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Parece cierto que la vida que nos toca vivir aquí tiene su encanto y su belleza. Sólo puedo decir que hay momentos en que la vida es (o parecer ser) hermosa. Yo vivo casi exclusivamente por y para esos momentos –únicos, plenos, indescriptibles-, los persigo con afán y me aferro a ellos como a tabla salvadora. Fuera de ellos, existo pero no soy feliz. El resto se resume en angustia, dolor o tedio. La vida es a la vez horror y éxtasis.
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Las mentiras felices son tan necesarias para la vida como las dolorosas verdades. Pero mientras éstas nos laceran como látigo, aquellas nos alivian como bálsamo.
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Hay verdades que sólo se saben por instinto, no por razón ni por experiencia. Y mentiras más salvadoras que muchas presuntas verdades.
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“La vida es bella”: hermosa mentira en la que uno quisiera creer, a pesar del mundo y sus horrores.