“Mi infancia fue el momento más literario de toda mi vida”
Reinaldo Arenas
La memoria, ese monstruoso molusco que vive dentro de nuestro cerebro, nos defiende del olvido con un mecanismo de lo más extraño. Lo puede hacer retrocediendo, desde el presente hasta el pasado más remoto, deteniéndose en el instante preciso en el que desea contarnos cualquier suceso acaecido o bien eligiendo un punto para alumbrarlo con sus enormes faroles. De repente nos hace conscientes del mismo y nos damos cuenta de las grietas, de las fibras nerviosas que, en otro momento, pasaron desapercibidas a nuestros ojos. Hoy, ese espantoso molusco me lleva a un espacio de tiempo casi olvidado por mí, me toma desprevenido al asalto, se acerca indecoroso e impúdico y se lanza como perro hambriento a mis pies.
Fue un sábado por la mañana. Yo regresaba de la playa con uno de mis hermanos mayores. Habitualmente íbamos a una pequeña playita llamada Guibia y casi siempre a eso del mediodía, cargados de sal y arena, pisábamos de nuevo el barrio. Ese día y ya a lo lejos sentimos un hormigueo en el ambiente. Algo había sucedido, era innegable y por eso avanzábamos deprisa espoleados por la curiosidad. Cuando llegamos a la primera esquina vimos en la acera un círculo quemado y a simple vista se notaba que, solo minutos antes, algo grave había ocurrido. Las personas murmuraban, hacían gestos elocuentes con las manos, pero yo, apenas un muchacho de diez años, no podía comprender, ni imaginar de entrada, qué había pasado hasta que me fue desvelado el infortunado hecho.
En la misma acera en la que se ubicaba mi casa vivía un señor al que yo le tenía mucho miedo. Temía su manera de ser huraña y malhablada. Cojeaba de una de sus piernas y casi siempre estaba borracho. Nunca tuve contacto con él. Tan solo recuerdo una ocasión en la que me hablara. Yo estaba subido aquella tarde en lo alto de un árbol cuyas ramas cruzaban la pared divisoria que nos separaba de mi vecino. Al verme encaramado en las alturas, me dijo de modo amenazante, que cuidara de lanzar ningún escupitajo pues estaba debajo de mí tomándose unos tragos. Fuera de ese desencuentro no hubo el menor contacto jamás entre nosotros.
Esa mañana, en la que mi hermano y yo volvíamos de la playa, corría como la pólvora su nombre por todo el vecindario y uno solo escuchaba decir a todos los allí presentes – "el Soni se ha prendido en candela". Si a su aire, tan extraño y misterioso para ser entendido por un niño, se sumaba el hecho de que aquel sujeto había sido capaz de inmolarse con gasolina, todo junto creaba en mi imaginario el efecto de que aquello se trataba realmente de un acontecimiento insólito e imborrable.
El relato de aquella terrible escena me fue narrado por mi amigo Ramón, quien a la sazón fue quien compró el carburante con el que el suicida roció su cuerpo. El hecho tuvo el tinte de la pasión. Yo, por aquel entonces y a tan temprana edad, no podía llegar a imaginar que alguien pudiera ser capaz, por despecho amoroso, de actuar de modo tan doloroso y cruel en medio del desaliento. La cosa es que el Soni estaba locamente enamorado de María, pero ésta nunca respondía a sus halagos. Vaya usted a saber la razón, pero cuando miro hacia atrás, yo intuía que aquel aura de melancolía y tosquedad en su persona, no le ayudaban para nada en su pretendida conquista. Ese día parece ser que despertó con el diablo por dentro y según me contaba Ramón, dirigió sus pasos a casa de la culpable de su insatisfacción personal y tocó su puerta. Ella, recién levantada, aún estaba en pijama cuando la requirió solicitando su amor. Ante el rechazo claro y decidido de la mujer solo atinó a preguntarle si había visto alguna vez un hombre prendido en llamas ante sus ojos. Ella respondió que era muy temprano para escuchar necedades y cerró su puerta con firmeza.
En aquel instante él vio pasar cerca a mi amigo de infancia y le pidió que le comprara un galón de gasolina. Qué iba a saber un niño de sus intenciones cuando le dijo que fuera corriendo a traérselo. Minutos más tarde, destrozado su corazón por dentro, se detuvo frente a la puerta de María con la lata en una mano y una caja de fósforos en la otra, se roció el combustible frente a los impertérritos ojos de su amada y encendió su cuerpo. No hubo forma de apagarlo. Las llamas consumieron en décimas de segundo su carne, acallando para siempre su dolor. Todos lo intentaron pero nadie encontró la manera de sofocar aquel desventurado y fatal incendio. Yo no tenía ni idea de que alguien pudiera cometer una locura de aquella naturaleza. Horas más tarde se celebró el sepelio con carácter de urgencia. Recuerdo un atardecer sofocante y el féretro en el centro del salón de una casa muy estrecha. Sus hermanas lloraban desconsoladamente, mientras su madre, tan misteriosa como él, se mostraba seca y fría como una tumba en una esquina de la sala. No habló con nadie, solo observaba.
Como final de aquel aciago día puedo recordar una curiosa anécdota. A los muertos, en aquel tiempo, se les colocaba debajo del féretro un bloque de hielo y éste, una vez terminado el velatorio y ya casi derretido, era lanzado a la calle. Algunos muchachos bastante traviesos y sin discernir el hecho en sí mismo, tomaron de la acera los pedazos aun congelados y se los llevaron a la boca para refrescarse y aliviar así el rigor de las altas temperaturas. Todas las imágenes de aquel terrible día permanecen agazapadas, ocultas y me asaltan como un monstruoso molusco que de vez en cuando intenta engullirme.