Si hablamos de cuáles son las mejores profesiones que queremos para nosotros o las que deseamos para nuestros hijos, de seguro que estaremos pensando en las tradicionales como la medicina, la ingeniería, la arquitectura o el derecho, que siempre han gozado de mucho prestigio social y además tratan bien los bolsillos a la mayoría de las que las ejercen. O tal vez algunas más modernas, como piloto de líneas aéreas, astronauta, investigador submarino o actividades parecidas, que rozan más con la tecnología punta y la aventura.
Y si los vástagos tienen muchas ambiciones y determinación, es posible que uno piense que el mejor camino sea la política, oficio lleno de fuerte competencia y no exento de sinsabores, pero que si se alcanzan la metas, depara grandes satisfacciones derivadas del poder y en muchas ocasiones, van acompañadas de riquezas.
En este punto nos parece oportuno relatar un cuento muy breve. Un hombre llega a un pueblo y se encuentra una gran muchedumbre congregada frente a una casa. Avivado por la curiosidad, peguntó a uno de ellos ¿por qué hay tanta gente reunida? Uno que murió. Ante esta parca respuesta del hombre de campo, volvió a preguntar ¿Era el más rico del pueblo? No, señor, ¿Se trata del señor cura? No, señor ¿Era el alcalde? No, señor ¿Entonces, quién falleció? Una buena persona, por eso hemos venido todos a despedirle.
Este relato nos sirve como ejemplo para afirmar, y creemos que no nos falta razón, que la mejor profesión del mundo, por encima de cualquier otra, es la de ser buena persona.
Si usted logra por la educación, la dedicación, y más aún por un comportamiento ejemplar que sus hijos lo sean, ya puede darse por satisfecho de haber cumplido con su rol paterno. Si además de eso logran graduarse de economistas, sociólogos, cirujanos, psiquiatras, publicistas o astrónomos, ¡fantástico!, ¡maravilloso!, entonces ya tienen dos carreras excelentes.
Porque las universidades, con la masificación de la educación en sociedades democráticas, forman cada vez más técnicos, más licenciados, más doctores y, en ocasiones, más de los que en verdad se necesitan, y lo que el mundo está demandando a toda costa son buenas personas, porque de estas cada vez hay menos y son más necesarias.
Y déjenme decirles que el grado de dificultad de ser buena persona con las tentaciones de lo ilegal, la permanente inversión de los valores o la perversión del dinero, tal vez sea mayor que estudiar ciencias espaciales, o física cuántica, donde las teorías, ecuaciones y fórmulas, por complejas que sean, están escritas en los libros.
Ser buena persona significa respetar a los demás, cosa bien difícil en una sociedad dónde el avasallar o pisotear al de enfrente, al de atrás, y al de al lado, es la norma para la sobrevivir.
Ser buena persona, significa entender y ayudar al prójimo, cosa bien complicada en la actualidad, si se tiene en cuenta que apenas tenemos tiempo para nosotros mismos con los afanes y las presiones económicas de pagar la hipoteca, la luz, el supermercado, los colegios…
Ser buena persona, es cumplir con los deberes y obligaciones, lo cual no es poco, dado la enorme cantidad de leyes, reglas y normas que debemos seguir, desde las morales, las impositivas… hasta las de tránsito… y ser buena persona, en resumen, es hacer bien lo que se debe hacer en la vida y trascender de manera positiva en nuestro paso por la misma.
Parece que los avances espectaculares en tantas áreas del saber se están haciendo muchas a veces a costa de otras materias que nos podrían llevar más directos a la felicidad. Pongamos, pues, más atención a la fabricación de mejores seres humanos. Nos hacen falta. Mucha falta.